Episodios

  • Lucas 17:20-37

    Durante la época de crisis por la pandemia pudimos observar que no es difícil que la gente se sienta atemorizada y reaccione como si el fin del mundo hubiera llegado. Si un virus puede hacer que la gente salga a los supermercados a arrasar con todo, aún cuando han asegurado que habrá abastecimiento, podemos imaginar cómo será cuando todo lo que la Biblia ha predicho se haga realidad. La Palabra de Dios ha publicado que Cristo vendrá en las nubes y se llevará con Él a todo aquel que ha depositado su fe en Él. Este será un acontecimiento traumático para los que se queden. A partir de ese momento, un periodo de tribulación llevará al mundo a una situación de una aparente unidad mundial seguida de un caos global que acabará con la venida de Cristo a la Tierra para derrotar el reino de este mundo y establecer Su reino.

    En Mateo 24 los discípulos preguntaban a Jesús sobre el fin de los tiempos, y este les contestó: “oiréis de guerras y rumores de guerras; mirad que no os turbéis, porque es necesario que todo esto acontezca; pero aún no es el fin. Porque se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares. Y todo esto será principio de dolores.” (Mateo 24:6-8)

    En Lucas 17 los fariseos preguntaron a Jesús sobre la venida del reino de Dios. Y este les dijo: “El reino de Dios no vendrá con advertencia” Dijo también: “Porque como el relámpago que al fulgurar resplandece desde un extremo del cielo hasta el otro, así también será el Hijo del Hombre en su día.”
    “Como fue en los días de Noé, así también será en los días del Hijo del Hombre. Comían, bebían, se casaban y se daban en casamiento, hasta el día en que entró Noé en el arca, y vino el diluvio y los destruyó a todos.” ¿Recuerdas lo que ocurrió cuando el diluvio? Alguien hizo referencia a esto , de que nos tendríamos que hacer un arca y meternos ahí, como en la historia de Noé. Aquí sin embargo, lo que Jesús está diciéndoles es que como en los días de Noé, la gente no creería las advertencias de que algo gordo se acercaba, las actividades del día a día seguirían su curso y nadie se percataría de lo que estaría por venir. En la situación con el Coronavirus ha costado que la gente entendiera la gravedad del asunto. Solo cuando se nos impuso el aislamiento la gente ha comenzado a reaccionar, y entonces de manera incorrecta muchos, congregándose multitudinalmente para abastecerse de lo que no necesitaban. Algo así ocurrirá en aquel día.

    Jesús prosiguió con sus ejemplos:
    “Asimismo como sucedió en los días de Lot; comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; mas el día en que Lot salió de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre, y los destruyó a todos. Así será el día en que el Hijo del Hombre se manifieste.”
    Durante la pandemia se cerraron colegios, comercios, lugares de ocio, se cancelaron bodas, conciertos y otras funciones. Pero incluso entonces tuvimos aviso previo, aunque fuera tan solo días u horas. Cuando Cristo venga, será sin previo aviso, como ocurrió en la destrucción de Sodoma.

    Jesús continuó diciendo:
    “En aquel día, el que esté en la azotea, y sus bienes en casa, no descienda a tomarlos; y el que en el campo, asimismo no vuelva atrás. Acordaos de la mujer de Lot.” Todo esto lo puedes leer en Lucas 17 y Mateo 24.

    No es mi intención transmitir temor, sino todo lo contrario. Ya que todo esto está escrito desde hace siglos, vale la pena que lo comuniquemos a otros. La Palabra de Dios no nos ha dejado sin información. Nos conviene leerla y estar preparados.

    Lo mejor de todo es que para los que están en Cristo, no hay ningún riesgo. Como comentábamos al principio de la reflexión, Cristo vendrá en las nubes a rescatar a su iglesia, a todo el que ha puesto su fe en la obra de Cristo en la cruz. Antes del rapto, e incluso después, el evangelio de Cristo será proclamado para que todo aquel que en Él crea sea salvo. Dice Mateo 24:14 “Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin.”
    Que esto sirva para alertar a aquellos que todavía no han preparado sus almas para recibir el reino de Dios en la Tierra. Recuerda: la verdad del evangelio salva vidas. Cristo te quiere salvar.

  • Lucas 17:1-19
    Mt. 18.6-9; Marcos 9:42-50; Lc. 17.1-2

    Los evangelios nos relatan algunas de las conversaciones que Jesús y sus discípulos mantuvieron mientras iban por el camino. En aquellos días, los trayectos se hacían a pie, por lo que tenían tiempo de sobra para hablar y aprender del Maestro. En Lucas 17:1-4 Jesús les habló de la importancia de apoyarse unos a otros, y no ser piedra de tropiezo. “Dijo Jesús a sus discípulos: Imposible es que no vengan tropiezos; mas ¡ay de aquel por quien vienen! Mejor le fuera que se le atase al cuello una piedra de molino y se le arrojase al mar, que hacer tropezar a uno de estos pequeñitos. Mirad por vosotros mismos. Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale.” No podemos hablar de esto suficiente. Como dice el texto, fracasos habrá, caídas vendrán, pero examinemos nuestro andar, para que no seamos nosotras las que provoquemos la caída de otros. Y mantengamos nuestro paso firme en Cristo. Lo precioso es que como leemos en el Salmo 37:24 “Cuando el hombre cayere, no quedará postrado, Porque Jehová sostiene su mano.” Ayudemos a otros también para que caigamos menos y nos mantengamos asidos de Su mano.

    Jesús enseñó a sus discípulos que lejos de ser piedra de tropiezo, debían estar atentos para facilitar el acceso de todo aquel que buscaba a Dios, sin importar su situación o su origen, para que puedan entrar en Su reino. Camino a Jerusalén, pasando entre Samaria y Galilea, Jesús encontró a diez leprosos. Estos no podían presentarse en el templo al menos que fueran sanados, pero sabían que Jesús era su única esperanza.

    “Y alzaron la voz, diciendo: ¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros! Cuando él los vio, les dijo: Id, mostraos a los sacerdotes. Y aconteció que mientras iban, fueron limpiados.
    Entonces uno de ellos, viendo que había sido sanado, volvió, glorificando a Dios a gran voz,
    y se postró rostro en tierra a sus pies, dándole gracias; y éste era samaritano.”

    Leprosos, de Galilea algunos, de Samaria otros, mas solo uno volvió en busca del que lo había sanado.

    “Respondiendo Jesús, dijo: ¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete; tu fe te ha salvado.”

    Diez vieron el poder y la bondad de Jesús en sus propias vidas. Mas solo uno vino a Cristo en busca de sanación espiritual. Y solo ese, por fe, fue salvo.

    Los discípulos pidieron a Jesús “Auméntanos la fe,” Mas Jesús les aseguró que no era cuestión de tener mucha fe, sino de tener fe en Él.

    Digamos que la cantidad de fe no es lo que importa, sino el objeto de nuestra fe. En medio de filosofías que sugieren que creer es poder, lo que realmente importa es que creamos en el único que tiene poder para dar y quitar la vida, Dios mismo.

    ¿Quieres la salvación de tu alma? ¿Quieres vivir asida de Cristo y no caída y cayendo todo el tiempo? ¿Quieres ser de apoyo a otros y no de tropiezo? ¿Quieres que la gloria de Dios se manifieste en tu vida? Solo tienes que tener una pizca de fe, pero fe en el verdadero; en el único Dios y Salvador.

    Jesús enseñó a sus discípulos que lejos de ser piedra de tropiezo, debían estar atentos para facilitar el acceso de todo aquel que buscaba a Dios, sin importar su situación o su origen, pudiera entrar en Su reino. Camino a Jerusalén, pasando entre Samaria y Galilea, Jesús encontró a diez leprosos. Estos no podían presentarse en el templo al menos que fueran sanados, pero sabían que Jesús era su única esperanza.

    “Y alzaron la voz, diciendo: ¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros! Cuando él los vio, les dijo: Id, mostraos a los sacerdotes. Y aconteció que mientras iban, fueron limpiados.
    Entonces uno de ellos, viendo que había sido sanado, volvió, glorificando a Dios a gran voz,
    y se postró rostro en tierra a sus pies, dándole gracias; y éste era samaritano.

    Leprosos, de Galilea algunos, de Samaria otros, mas solo uno volvió en busca del que lo había sanado.

    “Respondiendo Jesús, dijo: ¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete; tu fe te ha salvado.”

    Diez vieron el poder y la bondad de Jesús en sus propias vidas. Mas solo uno vino a Cristo en busca de sanación espiritual. Y solo ese, por fe, fue salvo.

    Los discípulos pidieron a Jesús “Auméntanos la fe,” Mas Jesús les aseguró que no era cuestión de tener mucha fe, sino de tener fe en Él.

    Digamos que la cantidad de fe no es lo que importa, sino el objeto de nuestra fe. En medio de filosofías trascendentales que sugieren que creer es poder, lo que realmente importa es que creamos en el único que tiene poder para dar y quitar la vida, Dios mismo.

    ¿Quieres la salvación de tu alma? ¿Quieres vivir asida de Cristo y no caída y cayendo todo el tiempo? ¿Quieres ser de apoyo a otros y no de tropiezo? ¿Quieres que la gloria de Dios se manifieste en tu vida? Solo tienes que tener una pizca de fe, pero fe en el verdadero; en el único Dios y Salvador,

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  • Lucas 16:19-31

    Hay solamente una condición para entrar en el reino de DIos, y eso es fe en lo que Cristo ya ha completado. Cristo hizo todo lo necesario para darnos salvación. Él ya pagó la deuda con su sangre preciosa, y nuestros pecados son cancelados cuando confiamos en su obra redentora, es decir, la sustitución de su vida por la nuestra para ofrecernos vida eterna.

    Es por esto que hasta un niño puede venir en fe a Dios, porque lo único que debemos hacer es confiar plenamente en Dios para nuestra salvación eterna.

    Jesús contó la historia del rico y Lázaro para reforzar esta verdad. Si recuerdas que dijimos que las parábolas no suelen dar nombre a los personajes, notarás que esta historia llama por nombre a un pobre mendigo que comía de las migajas que caían de la mesa de un hombre rico del que no se nos da el nombre. Podría ser que este Lázaro fuera un personaje que el pueblo conocía, pero es más probable que Jesús estuviera dando nombre a un indigente para darle la importancia que Dios le da, dejando al rico anónimo. Se nos presenta la historia así:

    “Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas.”

    Los fariseos, como hemos visto, veían el mundo desde un punto de vista distinto al de Cristo. Como estos dependían de las donaciones de la gente, trataban a los ricos con preferencia y a los pobres como abandonados de Dios. Jesús no viene presentando una visión inversa a esta como muchos han hecho en la historia de la humanidad, glorificando a los pobres y condenando a los ricos. ¿Sabes por qué? Porque Jesús ve más allá de las riquezas. Sería tan injusto condenar a un pobre por ser pobre como condenar a un rico por ser rico. Jesús dice en Juan 14:6 “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí.” El único camino al Padre es Jesucristo; ni las riquezas, ni la pobreza. Es lo que hacemos en cuanto al regalo de salvación de Cristo lo que determina nuestro destino.

    La historia cuenta que este pobre Lázaro murió y fue al seno de Abraham, donde los fariseos judíos creían que iban los “bendecidos de Dios”, que para ellos eran aquellos prósperos en la Tierra. Mas murió también el rico y nos dice el texto que sepultado fue al Hades, un lugar de tormento.

    Esto era impensable para los fariseos. ¿Cómo podría ser que todo estuviera al revés? Obviamente, Lázaro había escuchado al mensaje de Dios revelado en Moisés y los profetas y estaba confiando en el prometido Mesías, mientras el rico vivía al margen de estas verdades. Jesús continuó diciendo:

    “El rico entonces, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama.” Notemos aquí que esta historia no está basada en lo que la Biblia enseña, sino en lo que los judíos creían. Por supuesto que el lugar eterno no está regido por Abraham, como presentaba esa tradición judía. Este pobre rico sufría, y pedía que Lázaro viniera a ayudarle. Al no ser posible, rogó que este fuera a la Tierra de los mortales a advertir a su familia del sufrimiento que él estaba viviendo, para que no tuvieran que ir ahí. Y Abraham en la historia les contestó: “A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos.” Ya tenían la ley escrita, y todo el evangelio que los profetas habían proclamado. El que quería creer, podía.

    El rico “entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán. Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos.”

    Curiosamente, el rico pensó que si alguien volvía de la muerte a anunciar el evangelio, que todos creerían. Mas Abraham en la historia le corrige, diciéndole que si no creen el testimonio escrito, tampoco creerán si algo milagroso ocurriera. Lo cierto es que poco tiempo después, Cristo moriría en la cruz, y después de tres días resucitaría. Mas aquellos que creyeron las Escrituras creyeron en Él, y muchos que han visto y oído lo que Jesús hizo, aún no creen.

    Este caso que Jesús propuso exponía las falacias de las creencias populares y dejaba claro que la salvación del alma está basada únicamente en lo que hemos hecho con Cristo en vida. Juan 3:36 lo ratifica: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él.” No tus riquezas, ni tu pobreza; no tus ritos ni tus sacrificios; es tu fe en Cristo lo que cuenta para la eternidad.

  • Lucas 18:1-8; 9-14

    En el evangelio de Lucas leemos dos parábolas sobre la oración. Nos dice Lucas 18:9 que Jesús, “A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola:

    ”Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano.
    El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano;
    ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano.

    Mas el publicano, (nos dice la historia) estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador.
    Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido.”

    ¿No te llama la atención esta parábola? Seguro que te los puedes imaginar. El fariseo orando en voz alta “consigo mismo”, nos dice el texto, no necesariamente para que Dios lo escuche, sino para que todos sepan lo genial y grande que es, y cómo ninguno de los que están ahí puede compararse con él. Es curioso, porque entendemos la oración como una conversación con Dios, pero este estaba en el templo hablando “consigo mismo”. Además, para exaltarse él, echa abajo a los otros, como nos dice Filipenses 2:3-5 que no hagamos. Para defender su honestidad los llama ladrones, para proclamar su propia justicia los llama injustos, y para anunciar su supuesta moralidad los llama adúlteros. Como resultado de su oración a sí mismo, sus oraciones no pasaron del techo. Dios sabe quién está clamando a Él realmente y a quién le importa más lo que otros crean que lo que sepa Dios.

    En contraste, encontramos al publicano en un rincón, mirando hacia abajo porque no se consideraba digno de mirar al cielo, y pidiendo la misericordia de Dios hacia él. Dios sabía que este venía a hablar con Él. Se veía necesitado y venía a buscar la ayuda de su Señor. Y como cada vez que alguien se acerca a Él, Dios presta total atención, otorgándole la eficaz justificación del cielo.

    Justo antes de esta parábola, leemos la de la viuda y el juez injusto. Nos narra cómo esta señora va a pedir justicia ante un juez que no tenía temor de Dios; es más, era conocido por su dureza. Esta viuda fue a él a pedir ayuda en múltiples ocasiones, sin recibir su atención. Mas después de un tiempo, este juez injusto, por dejar de oírla, nos dice que atendió su caso y la ayudó.

    Con esta historia Jesús les mostró la necesidad de orar sin cesar. Así como la viuda insistió en pedir ayuda en aquello que la afligía, debemos tener fe para ir en oración a buscar ayuda de lo alto. No es que Dios sea como este juez. Dios atiende a las oraciones de aquellos que vienen a Él, y no mira para otro lado. Sin embargo, a menudo estamos dispuestos a ir a rogar a personas para que nos echen una mano con nuestros problemas y olvidamos ir a Dios, el cual está deseoso de ayudarnos y es poderoso para hacerlo.

    La oración es un regalo que podemos y debemos disfrutar. Si mi hijo tuviera una necesidad y fuera a otros a pedir ayuda, ¿cómo me sentiría yo al enterarme? Me entristecería pensar que confía en otros más que en mí. Si tenemos verdadera fe en Dios, demostrémosla en oración. El fariseo utilizaba la oración para proclamar su propia grandeza. El publicano reconocía su condición de necesitado, como la viuda, y estaba dispuesto a dejar su orgullo para buscar ayuda ante aquel que realmente podía dársela.

    Dejemos a un lado el orgullo y busquemos la ayuda de Dios. Veamos que en nuestras propias fuerzas no llegamos más lejos que el fariseo, y echemos nuestras cargas sobre Dios, porque como nos recuerda 1 Pedro 5:7 “Él tiene cuidado de nosotros.” Seremos así justificados por el Juez Justo cuyo oído está siempre atento a nuestros ruegos.

  • Lucas 16:1-15

    A veces podemos pensar que las personas espirituales se mantienen completamente al margen de los asuntos de la vida cotidiana. Mas Jesús no enseñó que como cristianos debamos vivir totalmente apartados de la sociedad en la que vivimos. Para ser luz y sal en la Tierra debemos saber relacionarnos con los de alrededor. Nuestra relación vertical con el Padre es la base para que nuestras relaciones en el plano horizontal con los que nos rodean puedan funcionar. Y lo curioso es que a través de estas relaciones horizontales, podemos recibir bendiciones verticales. Muchas veces los tesoros celestiales los encontramos aquí en la Tierra. Veamos lo que Jesús enseñó sobre cómo actuar sagazmente en las situaciones más cotidianas.

    En Lucas 16:1-15

    “Dijo también a sus discípulos: Había un hombre rico que tenía un mayordomo, y éste fue acusado ante él como disipador de sus bienes.
    Entonces le llamó, y le dijo: ¿Qué es esto que oigo acerca de ti? Da cuenta de tu mayordomía, porque ya no podrás más ser mayordomo.”

    Curiosamente se le da el título de “mayordomo infiel” a esta parábola, pero lo que encontramos es una acusación que ha llegado al jefe de que este encargado está disipando sus bienes. No queda claro si la acusación era cierta o no, y no hay ningún cargo legal contra él, pero este mayordomo parece que tenía que entregar los libros y ya no podría seguir trabajando en esa casa. La historia continúa relatando lo que este encargado decidió hacer para salvar su situación de la manera más favorable.

    “Entonces el mayordomo dijo para sí: ¿Qué haré? Porque mi amo me quita la mayordomía. Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que haré para que cuando se me quite de la mayordomía, me reciban en sus casas. Y llamando a cada uno de los deudores de su amo, dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi amo? Él dijo: Cien barriles de aceite. Y le dijo: Toma tu cuenta, siéntate pronto, y escribe cincuenta. Después dijo a otro: Y tú, ¿cuánto debes? Y él dijo: Cien medidas de trigo. Él le dijo: Toma tu cuenta, y escribe ochenta.”

    Notamos que este mayordomo no criticó a su jefe ni se justificó a sí mismo ante estos deudores. Lo que hizo fue idear un plan para cerrar los libros de la manera más sabia posible. Este tuvo una reunión uno por uno, les propuso una reducción de la deuda, consiguiendo que pagaran un buen porcentaje a su amo, y canceló así las deudas.

    Es probable por lo que leemos que este señor ya estuviera mayor para hacer trabajo físico, y no quisiera tener que depender de otros para su sustento, por lo que hizo su trabajo de mediador financiero, llegando a una situación que era favorable tanto para su antiguo jefe como para cada uno de sus deudores, los cuales podrían contratarlo cuando quedara sin trabajo.

    Y nos dice la parábola que “alabó el amo al mayordomo malo por haber hecho sagazmente.”
    El jefe tuvo que reconocer que la manera de negociar de su encargado había sido sabia. No nos dice si decidió despedirlo o no. Es posible que no quisiera que trabajara para él porque había perdido su confianza debido a las acusaciones que había recibido, pero tenía que admitir que este había actuado sagazmente.

    Jesús concluyó la parábola con esta afirmación: “porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz.”

    ¿Alguna vez has pensado tú así? Muchas veces vemos personas que no reconocen a Dios como Señor, pero saben tratar con sus semejantes de manera más sabia que aquellos que proclaman el nombre de Dios. Hay personas que no creen en Dios que viven vidas mínimamente ordenadas, que respetan las diferencias y opiniones de otros, que admiten crítica y ofrecen apoyo, que no parecen buscar conflicto sino que lo amainan. Y sin embargo, hay cristianos que buscan afrentas donde no las hay, que no pueden ignorar ofensas, que pelean batallas innecesarias y no parecen poder vivir en paz con su prójimo. Pero esto no debería ser así.

    Prosigue el Señor: “Y yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas. El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto. Pues si en las riquezas injustas no fuisteis fieles, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os dará lo que es vuestro?”

    Es difícil entender todo a lo que Jesús pueda estar haciendo referencia aquí, pero la idea que nos deja esta historia es, que si en las cosas pequeñas perdemos la oportunidad de actuar sabiamente, ¿cómo podremos ser sabios en los asuntos más serios? Extrapolemos la situación a cualquier conflicto interpersonal. Si por cualquier asunto cotidiano perdemos nuestro sabor (aludiendo a la sal) y nuestra luz disminuye (atendiendo a la necesidad de ser luz en nuestro entorno), ¿cómo podremos ser de edificación a otros?

    Aquí en la parábola Jesús está llamando la atención específicamente a los fariseos, y nos dice en el versículo 14 que ellos se burlaban de Jesús; mas este les respondió: “Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación.” Los fariseos se justificaban delante de todos, mas Jesús los confrontó.

    ¿Te encuentras a ti misma defendiéndote y justificándote constantemente? El mayordomo podría haberse defendido contra las acusaciones que había recibido. Podría haberse intentado justificar, pero lo que hizo fue mostrar por sus obras que él sabía administrar las riquezas de su amo. No tuvo que responder a las acusaciones con palabras acusadoras ni burladoras, como hacían estos fariseos, sino que con sus hechos proclamó su sabiduría.

    Haríamos bien nosotras en dejar que nuestras acciones y no nuestras palabras sean la muestra de nuestra sabiduría. Seamos más sagaces que los hijos de este siglo. No dejemos que las “riquezas injustas”, es decir, aquellos asuntos que no son eternos, nos quiten la paz y el gozo del Señor y nos pongan en pleito con nuestro prójimo. Quizá podamos ganar amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando en el día final estas ya no cuenten, aquellos ante los que hemos sido luz y sal nos reciban en las moradas eternas. ¿Y si por nuestra reacción a situaciones que podamos calificar de injustas alguien llegara a depositar su fe en Cristo y un día nos lo encontraramos en el cielo? Que Dios nos ayude a actuar y reaccionar de manera que traigamos gloria a su nombre.

  • Mateo 18:23-35
    Como parte de la enseñanza sobre el perdón y la restauración, el Señor Jesús compartió la parábola de los dos deudores, diciendo:

    “El reino de los cielos es semejante a un rey que quiso hacer cuentas con sus siervos.
    Y comenzando a hacer cuentas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos.
    A éste, como no pudo pagar, ordenó su señor venderle, y a su mujer e hijos, y todo lo que tenía, para que se le pagase la deuda.
    Entonces aquel siervo, postrado, le suplicaba, diciendo: Señor, ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. El señor de aquel siervo, movido a misericordia, le soltó y le perdonó la deuda.”

    Imaginas ser este que tenía la deuda. Debía 10.000 talentos, una cantidad elevada de dinero. El señor del lugar viene a cobrar, y al ver que este hombre jamás podría pagar, decide que tiene que dar en pago todo lo que posee, su esposa, sus hijos, y él mismo. Todos los miembros de su familia pasarían a ser esclavos de este señor, para que la deuda fuera cancelada.

    Este hombre se arrodilló ante su señor, y con el último suspiro que le quedaba, rogó que este le diera más tiempo para poder pagar su deuda. La cantidad que debía era tan alta que trabajando toda una vida no podría pagar la deuda que tenía.
    Jesús pone este ejemplo para dejar claro que la deuda que tenemos con el rey de reyes es tan grande que jamás podríamos pagarla nosotros mismos aunque viviéramos mil años.

    El rey en la historia, sintiendo compasión por el pobre siervo, lo perdonó. Fue misericordioso y lo dejó libre, sin necesidad de pagar la deuda.

    Este siervo debía estar agradecido de por vida. Había sido objeto de la misericordia del rey, y gracias a esto podría vivir libre de deuda.

    Mas la parábola no acababa ahí. En la segunda parte se nos dice que este siervo tenía un compañero que le debía cien denarios. Cuando comparamos esto con los diez mil que debía el primer siervo, vemos que es mucho menos dinero. Si el siervo estuviera dispuesto a esperar, es posible que su consiervo pudiera ir reduciendo la deuda. Sin embargo, vemos en el texto que aquel siervo “asiendo de él, le ahogaba, diciendo: Págame lo que me debes. Entonces su consiervo, postrándose a sus pies, (como este otro había hecho) le rogaba diciendo: Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. Mas él no quiso, sino fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase la deuda.”

    Este hombre que había recibido misericordia no era capaz de extenderla a su compañero. Hizo que lo apresaran hasta que pagara la deuda. Desde luego que si no podía pagarle cuando era libre para trabajar, seguro que en la cárcel no podría conseguir el dinero para saldar la deuda.

    “Viendo sus consiervos lo que pasaba, se entristecieron mucho, y fueron y refirieron a su señor todo lo que había pasado.”

    Cuando el señor, o el rey como nos hemos referido a él anteriormente, oyó lo que este siervo estaba haciendo a uno de sus compañeros, se indignó. ¿Cómo era posible que tratara así a su consiervo cuando él había recibido su misericordia? Nos narra la historia que
    “Entonces, llamándole su señor, le dijo: Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti? Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que le debía.”

    Si él no estaba dispuesto a mostrar misericordia hacia su prójimo, su señor tampoco la iba a mostrar con él.

    El Señor Jesús concluyó la historia diciendo: “Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas.”

    Cuando en el Padre Nuestro pedimos: “Perdónanos nuestras deudas como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” ¿Nos damos cuenta de lo que estamos pidiendo? ¿Y si Dios nos perdonara del mismo modo que perdonamos nosotros a otros?

    Que esta historia nos sirva de recordatorio para extender hacia otros la misericordia que queremos que Dios tenga con nosotros.

  • Mateo 18:15-22

    Si pudiéramos vivir sin ofender a nadie ni ser ofendidos, sería fantástico. Pero todos sabemos que eso es imposible. Por muy buenas intenciones que tengamos, es inevitable tener conflictos personales, porque somos humanos, y los humanos fallamos por acción o por omisión.

    La Palabra de Dios trata las relaciones interpersonales en diferentes textos. Podemos tratar de evitar los conflictos practicando el amor al prójimo, pero cuando ocurren, y ocurrirán, la Biblia también nos da pautas para restaurar. Mateo 18:15-22 nos enseña cómo debemos actuar cuando otro cristiano nos ofende. Por supuesto que los principios se pueden aplicar con cualquier persona, pero el texto trata específicamente de conflictos entre hermanos en la fe, donde ambos deben tener el deseo de vivir justamente ante Dios. Comienza diciendo:
    “Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano.”

    En primer lugar instruye a que si te has sentido ofendido por alguno, que vayas directamente a esta persona, e intentes arreglarlo sin involucrar a nadie más en el asunto. Si el problema se puede solucionar entre los dos, la restauración es mucho más sencilla y la relación puede salir fortalecida. Nota que no dice que vayas a hablar con otros de cómo esta persona te ha ofendido. Cuando se hace esto, el problema se extiende, y la reconciliación se hace menos probable.

    El texto continúa con el supuesto de que la persona que habiendo hecho algo mal te ha ofendido, después de que has hablado con ella, no acepta la reprensión y no desea la restauración. Entonces, y con la suposición de que lo que la persona ha hecho va en contra de los principios de la Palabra de Dios, deberías volver a hablar con ella, pero esta vez en compañía de alguien que puede mediar entre vosotros dos. Notemos aquí que la meta es la restauración, involucrando en el problema al mínimo de personas necesario. Los versículos 19-20 nos lo aclaran diciendo: “Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.” Ahí donde estás tú y esa persona practicando el perdón y la restauración, Dios está presente. No es necesario llevarlo más allá si podéis llegar a un acuerdo que agrada a Dios.

    Solo cuando el ofensor, siendo bíblicamente responsable, insiste en sus caminos rechazando la restauración, se debería llevar el caso ante la congregación, y si su actitud no es la de un seguidor de Cristo, deberíamos suponer que en verdad no es un cristiano. Claro está, que si hay arrepentimiento, como hemos visto a través de las Escrituras, nuestra única reacción correcta sería el perdón y la restauración. Lucas 17:3-4 lo resume así:
    “Mirad por vosotros mismos. Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale.”
    En Mateo, “se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete.”

    La actitud del cristiano debe ser de constante arrepentimiento y perdón, dispuesto a disculparse por aquello en lo que ofende, y rápido para perdonar a aquellos que habiéndolo ofendido, piden perdón. Si vivimos así, estaremos viviendo la voluntad del cielo aquí en la Tierra.

  • Lucas 15:11-32

    Esta parábola de hoy es una de las más conocidas; se la conoce como la parábola del hijo pródigo, pero quisiera enfatizar que la historia trata de dos hijos perdidos, a los que el padre ama con liberalidad, queriendo la reconciliación con ambos. Veamos la historia que contó Jesús.

    “Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y nos dice la historia que (el padre) “les repartió los bienes.”

    Curiosamente, podemos notar que aunque fue el hijo menor el que demandó su parte de la herencia, su hermano mayor, el cual debería haberse levantado a defender la honra de su padre, accedió a la propuesta con la condición de que él recibiera también su parte de la herencia. Por lo que la historia nos dice que “les repartió (a ambos) los bienes. El joven, que se quería marchar, se llevaría efectivo, y el mayor se quedaría, imaginamos, con la hacienda familiar.
    Jésus continuó con la parábola:

    “No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente, (de ahí que se le llame el hijo pródigo),
    Cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos.”

    Recordemos que según la ley moral de los judíos, el cerdo es un animal inmundo. Sin duda, este chico había llegado muy lejos, si tenía que alimentar a los cerdos en tierra ajena para poder sacar algún dinero. Y nos dice el texto que “deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba.”

    Estaba dispuesto a comer lo mismo que comían los cerdos, pero lo que le daban era estrictamente para sus animales, así que ni eso podía comer.

    “Y Volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!
    Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.
    Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros.”

    Había perdido todo el dinero de su herencia. Volver a casa ahora sería para pedir trabajo, no en condición de hijo. Eso lo tenía claro.

    “Levantándose, vino a su padre.” Seguramente iba con temor, preguntándose qué diría su padre, cómo lo vería el resto de la familia. ¿Lo rechazarían ellos también? Qué humillación.

    Mas “cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.”

    Y ya no pudo decir más, porque su padre tomó la palabra.
    Este “dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta;
    porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.”

    Este padre que había sufrido humillación de parte de sus dos hijos, había perdido a este. Había pasado mucho tiempo y no sabía nada de él. Mas cuando lo vuelve a ver quiere restaurarlo.

    Mas nos cuenta el Señor que el “hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.

    Este le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano. Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase. Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo.”
    Parece que este padre no había perdido solamente un hijo. El pequeño se había marchado, pero el mayor, el cual también había recibido su parte de la herencia, se había quedado en casa con su padre.

    El hijo mayor mentía si decía que trabajaba para su padre, puesto que el padre ya le había cedido su herencia. Los cabritos eran suyos; podía tomar lo que quisiera, pero, sin embargo, acusaba a su padre de no dejarlo celebrar nada. Su manera de ver las cosas era negativa y errónea.

    Su padre “entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas.
    Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado.”

    Su hermano había vuelto a casa. Había malgastado el dinero de su padre, pero estaba dispuesto a empezar una vida nueva, restaurando su relación con el padre.

    Los fariseos que escuchaban la parábola podrían haber identificado a este hijo con los publicanos, aquellos pecadores que para ellos no merecían perdón. Pero Jesús quería que se dieran cuenta que ellos, como el hermano menor, estaban igual de perdidos; necesitaban una reconciliación con el padre también. Estando tan próximos al Padre, estaban realmente lejos, separados de Dios por su orgullo.

    Jesús acaba la historia ahí, dejándonos sin la conclusión. ¿Se arrepentiría el hijo mayor de su amargura y entraría a la fiesta a celebrar? ¿o por el contrario se alejaría aún más, dando la espalda al padre y lamentando la reconciliación del hermano arrepentido?

    Ese era el dilema de los que escuchaban. ¿Cuál sería la respuesta de ellos a la nueva vida que Dios ofrecía? ¿Cuál es nuestra actitud hacia la misericordia de Dios para nosotros? ¿y para otros?

  • Lucas 15:8-10
    Por si los oyentes que se reunían a escuchar y los doctores de la ley que estaban ahí para criticar no habían entendido la parábola de la oveja perdida, Jesús les dio otra historia. Esta vez habló de una señora casada que notó un día que había perdido algo preciado en valor y en simbolismo. Dijo así el Señor.

    “¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una dracma, no enciende la lámpara, y barre la casa, y busca con diligencia hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas, diciendo: Gozaos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido. Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente.”

    En la costumbre de los judíos, una mujer recibía cuando se casaba diez dracmas, monedas que eran parte de la dote y simbolizaban su matrimonio. Perder una moneda no implicaba gran crisis económica, pero sí sentimental. Ella no querría tener el set incompleto. Así que la vemos limpiando por todos los rincones de la casa, buscando diligentemente hasta encontrar la moneda perdida.

    Al poco tiempo de habernos casado, David, mi esposo, perdió su alianza de boda. Habíamos estado en diferentes tiendas comprando ropa. En algún momento de la tarde, mi marido se dio cuenta de que no llevaba su alianza en el dedo, pero pens que a lo mejor se la había olvidado en la casa. Esa tarde miró en el coche y en la casa, y al no encontrarla en ningún sitio, llamamos al centro comercial donde habíamos estado para ver si se le había caído ahí. Gracias a Dios, alguien la había encontrado en el suelo de la tienda y la había entregado en caja. Sin duda celebramos con alegría cuando la pudimos recuperar. No estábamos preocupados de encontrar el anillo simplemente por el valor que este tenía. Lo cierto es que no habíamos invertido una gran suma de dinero en esta alianza, pero para mi esposo y para mí, representaba nuestra unión. Estábamos muy contentos de volver a encontrarlo.

    Esta señora de la historia, cuando encontró su moneda, llamó a sus amigas y vecinas para celebrar con ellas que había encontrado la dracma que había perdido.

    Y así Jesús concluye recordándonos que del mismo modo, hay mucho gozo en el cielo por cada pecador arrepentido. Lo hemos leímos anteriormente; los ángeles tendrán que separar en el gran día del fin a los justos de los pecadores. Por esto, cada vez que un pecador es justificado por su fe en Cristo, los ángeles celebran que esta alma gozará de vida eterna con Cristo. Gracias a Dios por el don de la salvación.

  • Perdido y encontrado
    La oveja perdida
    Mateo 18:10-14; Lc. 15.3-7; Lucas 15
    Jesús contó tres historias diferentes para ilustrar cómo Dios nos ha amado tanto que ha ofrecido la restauración de una relación entre el hombre y Dios que hbía sido destruída por el pecado. Juan 3:16 dice que “de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree no se pierda, mas tenga vida eterna.

    Las tres parábolas tratan de algo perdido; la primera, nos cuenta sobre un animal perdido, la segunda, un objeto simbólico perdido, y la tercera de unos hijos perdidos. Comenzamos hoy con la parábola de la oveja perdida.

    En Lucas 15, leemos que “Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle,
    y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este a los pecadores recibe, y con ellos come.
    Entonces él les refirió esta parábola, diciendo:
    ¿Qué hombre de vosotros, teniendo cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va tras la que se perdió, hasta encontrarla?
    Y cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso;
    y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido.
    Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento.

    Recordemos que los escribas y fariseos se consideraban a sí mismos como justos, superiores a los pecadores comunes que venían al templo. Estos, al ver a Jesús juntándose con diferentes personas para comer y hablar, se escandalizaban y lo criticaban. Por eso Jesús les cuenta la historia de la oveja que se extravía. El pastor tenía 99 ovejas en el redil. Podría haber asumido la pérdida en lugar de ir a buscarla. Mas Jesús da valor a cada una de sus ovejas. Dejando a las 99 a salvo en el redil, el pastor salió a buscar a la que se había alejado del rebaño, y al encontrarla, la puso en sus hombros y la cargó hasta donde estaría a salvo. Los que conocían la ley de Dios debían saber que Dios es misericordioso y desea que todos lleguemos al arrepentimiento y la reconciliación. Sin embargo, ellos no estaban por la labor de buscar a los perdidos.

    Mas Cristo es diferente. Gracias a su bondad, cada uno de nosotros, aunque hayamos huido en algún momento de su presencia para buscar nuestro propio rumbo, podemos estar seguros que el Señor no nos ha abandonado. Alguien me dijo una vez, habiendo vuelto al Señor tras haberse extraviado: “yo me alejé de Dios, pero Él nunca se alejó de mí.” Así es. “Los ojos de Jehová están en todo lugar”, nos dice Proverbios 15:3 “Mirando a los malos y a los buenos.”


    Y en el Salmo 34:15 leemos: “Los ojos de Jehová están sobre los justos, Y atentos sus oídos al clamor de ellos.” Estos “justos” no son los que se creen justos, y por lo tanto no se ven necesitados de Dios, sino los que hemos reconocido nuestra necesidad de Dios y hemos sido justificados por la gracia de Dios. Si has entregado tu alma a Cristo, tenlo por cierto que nada ni nadie te puede separar del amor de Dios (Romanos 8:35).
    Cuando el pastor hubo encontrado a su oveja perdida, llegó a casa, invitó a sus amigos y vecinos, y celebraron la vuelta de esta oveja encontrada. Toda reconciliación con Dios debe ser motivo de gozo, por lo que Jesús les recuerda a sus oyentes que cada vez que un pecador se arrepiente, hay fiesta en el cielo.

    Busquemos estar cerca de Él, porque no hay mejor lugar que en el redil del Buen Pastor. Y cuando alguien viene a Cristo habiendo estado perdido, celebremos con los que están en el cielo, Es fácil dudar, es fácil juzgar, pero Jesús nos anima a celebrar el arrepentimiento.

  • Porque tú formaste mis entrañas; Tú me hiciste en el vientre de mi madre.
    Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras;
Estoy maravillado, Y mi alma lo sabe muy bien.
    Salmo 139:13-14

    Mujer, has sido creada con propósito, y cuando encuentras tu propósito, la vida toma sentido y te permite vivirla al máximo.
    Lo cierto es que como sociedad estamos muy lejos de entender y aceptar el propósito para el que estamos aquí.

  • El valor del evangelio (el tesoro enterrado, la perla)
    Mateo 13:44-46

    El Señor Jesús compartió dos parábolas que ilustran el reino de los cielos. Son muy cortas, pero el mensaje es precioso. Ambas nos hablan del valor intrínseco que tiene el evangelio. Tanto, que como el Señor dice en Mateo 16:26, “¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?”

    Sin duda, el destino de tu alma tiene mucha más importancia que cualquier otro asunto aquí en la Tierra, y por lo tanto, el evangelio de las buenas nuevas de Jesucristo tiene más valor que cualquier otra cosa que se pueda desear.

    Dijo así Jesús: “el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo.”

    El Señor Jesús presenta a un hombre que va caminando por un campo y encuentra un tesoro, pero como el campo donde lo encontró no le pertenece, lo entierra donde estaba. Va entonces y busca al dueño del terreno, y le pregunta cuánto quiere por el campo. El precio que el dueño pide es mucho, pero este hombre sabe el tesoro que este campo esconde. Así que pone en venta todas sus posesiones para poder recoger el dinero suficiente para comprar el terreno. Y cuando lo compra, puede disfrutar del tesoro que ahora sí le pertenece. Todo aquello de lo que ha tenido que desprenderse vale la pena, porque lo que ha ganado es mucho más valioso que cualquier cosa que hubiera podido tener anteriormente.

    Por si los oyentes no habían comprendido bien la idea, Jesús les contó también otra parábola, hablando de una perla de gran precio. Dijo así:

    “También el reino de los cielos es semejante a un mercader que busca buenas perlas,
    que habiendo hallado una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró.”

    Este mercader en la historia es capaz de identificar el valor de esta perla preciosa, y sabe que aunque tenga que cambiar todo lo que tiene por conseguir esta perla, cualquier cambio vale la pena, porque nada de lo que tiene supera el valor de esta.

    Ambas historias tratan de un tesoro; en la primera, la persona no anda buscando; sin embargo lo encuentra, y cambia su vida. En la segunda, el protagonista anda buscando el tesoro hasta que lo encuentra. Pasa así con el reino de Dios. Hay personas que van por su propio camino, y Dios se les presenta a través de circunstancias o personas, y una vez conocen a Cristo, sus vidas cambian.
    En otros casos, Dios pone una sed de Él en el corazón de la persona y eso inicia una búsqueda de la verdad. Puede que pase por diferentes lugares donde no se halle la verdad de Cristo, mas Dios promete que el que busca hallará, y aquel que desea conocer a Dios llegará a su encuentro.

    En ambas ocasiones, el evangelio hallado no tiene precio. La vida de gozo y paz que Cristo ofrece para la eternidad no se puede comparar con nada, material o inmaterial.

    Es por eso que el que halla a Dios halla el mayor tesoro. Qué bendición haber conocido a Cristo y poder disfrutar de ese tesoro incalculable.

    En los versículos 51-52 del capítulo 13 de Mateo, el Señor “Jesús les dijo: ¿Habéis entendido todas estas cosas? Ellos respondieron: Sí, Señor. El les dijo: Por eso todo escriba docto en el reino de los cielos es semejante a un padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas.”

    Así es el día a día en el camino del Señor. Podemos encontrar tesoros antiguos ya descubiertos, y nuevos tesoros que Dios nos muestra día a día.
    ¿Cómo llevamos eso? ¿Somos como ese padre de familia? ¿Estudiamos Su Palabra para sacar tesoros nuevos de su Palabra y disfrutar de los que ya hemos descubierto con anterioridad?

    Como el salmista dice en el Salmo 119:162, “Es tal la alegría que me causa tu palabra que es como hallar un gran tesoro.” (RVC)

    Indaguemos en la Palabra cada día para disfrutar de los tesoros que nos ofrece el Señor.

  • La influencia del evangelio (semilla de mostaza, levadura)
    Mateo 13:31-33; Mr. 4.30-32; Lc. 13.18-21

    Muchas veces vemos como algo muy pequeño puede llegar a crecer inmensamente. Un ejemplo de esto son las semillas. Lo que empieza como algo que podemos coger con dos dedos, plantado en un lugar apropiado y con buen cuidado, puede llegar a crecer alto y fuerte.

    Jesús contó una parábola que utilizaba esta ilustración para explicar que Dios puede tomar algo insignificante y puede transformarlo en algo formidable. Usó para ilustrarlo el ejemplo de la semilla de mostaza, diciendo:

    “El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su campo; el cual a la verdad es la más pequeña de todas las semillas; pero cuando ha crecido, es la mayor de las hortalizas, y se hace árbol, de tal manera que vienen las aves del cielo y hacen nidos en sus ramas.”

    De todas las hortalizas, esta es una que sobresale por su tamaño, por lo que Jesús dijo que “se hace árbol”, y muchos son los que se refieren a esta como a un árbol.


    En otra parábola Jesús les dijo: “El reino de los cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer, y escondió en tres medidas de harina, hasta que todo fue leudado.”
    Aquí vemos a una panadera que pone un poco de levadura, y de la mezcla hace tres panes, y la levadura leuda toda la masa.

    Si has hecho pan alguna vez, sabrás que la levadura se compone de hongos diminutos que viajan por toda la masa hasta influenciar cada gramo de la mezcla fermentando toda la masa. En esta parábola podemos ver el poder que algo puede tener en su ambiente. Así es el reino de Dios.

    En Mateo 17:20 el Señor dijo a sus discípulos que si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, podrían mover montes. Y es que Dios puede hacer maravillas de lo muy poco. Creó el mundo de la nada, ¿habría algo que Él no podría hacer?

    Como la semilla de mostaza se transforma en árbol, como la levadura afecta toda la masa, Dios es poderoso, y su evangelio puede cambiar una vida, y puede cambiar el mundo entero. Que sus buenas noticias lleguen a todos los confines de la tierra, y su gracia a lo profundo de cada corazón.

  • Mateo 13:24-30, 36-43, 47-50

    Después de haber hablado de las diferentes reacciones a la Palabra de Dios, Jesús, “Les refirió otra parábola, diciendo: El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue.”

    He leido que en los tiempos de los romanos, echar cizaña en los sembrados estaba prohibido. La cizaña es una planta que se asemeja a la planta del trigo, pero que no produce nada útil para el ser humano. Cuando se echaba en el campo, solía ser en campo ajeno y para perjudicar. Jesús siguió contando lo que sucedió después.

    “Y cuando salió la hierba y dio fruto, entonces apareció también la cizaña. Vinieron entonces los siervos del padre de familia y le dijeron: Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, tiene cizaña? El les dijo: Un enemigo ha hecho esto. Y los siervos le dijeron: ¿Quieres, pues, que vayamos y la arranquemos?”

    Como podemos leer, los siervos se daban cuenta que la cizaña haría difícil la labor de recoger el fruto, ya que a primera vista, estas dos eran muy parecidas, pero estaban dispuestos a ir planta por planta intentando identificarlas y arrancar las que no eran provechosas. Mas el jefe dijo:

    “No, no sea que al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo.
    Dejad crecer juntamente lo uno y lo otro hasta la siega; y al tiempo de la siega yo diré a los segadores: Recoged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla; pero recoged el trigo en mi granero.”

    Su plan era bueno. Había suficientes nutrientes y suficiente tierra para que todo creciera. Cuando llegara el tiempo de la siega, recogerían el trigo y aquellas plantas sin el grano de trigo serían claramente identificadas como cizaña. Una vez más, el fruto sería el elemento distintivo entre ambas.

    Los discípulos, cuando la gente ya se había marchado, se acercaron a Jesús y le pidieron:
    “Explícanos la parábola de la cizaña del campo.”

    Y “Respondiendo él, les dijo: El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre. El campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña son los hijos del malo.
    El enemigo que la sembró es el diablo; la siega es el fin del siglo; y los segadores son los ángeles. De manera que como se arranca la cizaña, y se quema en el fuego, así será en el fin de este siglo. Enviará el Hijo del Hombre a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. El que tiene oídos para oír, oiga.”

    Palabras claras y muy fuertes. El Señor está advirtiendo a través de los siglos que viene una siega final, donde quedarán claramente identificados aquellos que son de Dios y aquellos que no lo han aceptado como Señor y Salvador.

    Jesús entonces compartió otra parábola similar, hablando de “una red, que echada en el mar, recoge de toda clase de peces; y una vez llena, la sacan a la orilla; y sentados, recogen lo bueno en cestas, y lo malo echan fuera.” Y concluye el Señor la parábola diciendo: “Así será al fin del siglo: saldrán los ángeles, y apartarán a los malos de entre los justos, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes.”

    Nos gustaría pensar que el final es feliz para todos, pero hasta en nuestras historias comprendemos que si el mal triunfa, el final no es feliz; un Dios de justicia ha de castigar el mal. No obstante, Dios está dando oportunidad de una conversión. La cizaña no se puede convertir en trigo en ninguna etapa de su crecimiento por sí sola, pero Dios puede transformar a un pecador en justo por el milagro de la salvación, como ha hecho con cada uno de los que hemos creído en Él. Es una preciosa realidad.

    Que en el día del fin del siglo, pueda el sembrador identificarnos como suyos. Entonces resplandeceremos como el sol en el reino del Padre. El que tiene oídos para oír, oiga.

  • Mt. 13.1-23; Marcos 4 Lc. 8.4-15

    Una buena mañana desde una barca a la orilla del mar de Galilea, contó Jesús una historia sobre un sembrador que salió con un capazo lleno de semilla a sembrarla en sus campos. La semilla era toda una, buena semilla que después de un tiempo debería producir fruto. Sin embargo, al ir esparciéndola por el terreno, parte de la semilla “cayó junto al camino; y vinieron las aves y la comieron. Otra “parte cayó entre las piedras, donde no había mucha tierra; esta semilla brotó pronto superficialmente, porque no tenía profundidad de tierra; pero salió el sol, los brotes se quemaron y se secaron, “porque no tenía raíz.”

    Otra parte de la semilla esparcida cayó entre los matorrales; y las malas hierbas crecieron, y la ahogaron.”

    Pero parte de la semilla que el sembrador echaba cayó en buena tierra, y dio mucho fruto, treinta, sesenta, y hasta cien por una.

    Jesús, al acabar de contar esta parábola dijo a toda la gente que estaba en la playa escuchándolo: “El que tiene oídos para oír, oiga.”

    Marcos 4 nos dice que “Cuando estuvo solo, los que estaban cerca de él con los doce le preguntaron sobre la parábola.” Y Jesús les contestó: “¿No sabéis esta parábola? ¿Cómo, pues, entenderéis todas las parábolas?” Mas para ayudarlos a comprender lo que estaba intentando enseñarles, Jesús les dijo:

    “El sembrador es el que siembra la palabra” Es decir, cada persona que comparte lo que Dios enseña en su Palabra está representada por el sembrador. Dios es el mismo hoy, ayer y por los siglos, y Su Palabra no cambia. Es tan actual y eficaz hoy como hace dos mil años.

    Entonces, ¿Qué marca la diferencia entre aquellos que al oírla atienden su voz y aquellos en los que la Palabra no tiene ningún efecto? Jesús lo explicó así:

    “Los de junto al camino son los que oyen la Palabra, pero, en seguida viene el maligno, y quita la palabra que se sembró en sus corazones.” Nosotros diríamos aquellos que por un oído les entra, y por el otro les sale, y no retienen el mensaje de Dios.

    Aquella semilla que cayó en pedregales representa a “los que cuando han oído la palabra, al momento la reciben con gozo; pero no tienen raíz en sí, sino que son de corta duración, porque cuando viene la tribulación o la persecución por causa de la palabra, luego tropiezan.”

    Es decir, escuchan lo que Dios ha dicho en su palabra, pero no lo interiorizan; no hay un cambio en su vida por lo que han escuchado, y por lo tanto, cuando vienen las aflicciones, así como el que edificó la casa en la arena, todo lo “aprendido” se olvida, dejando evidencia nula de que la semilla estaba ahí.

    Los que fueron sembrados entre espinos son los que oyen la palabra, “pero los afanes de este siglo, y el engaño de las riquezas, y las codicias de otras cosas, entran y ahogan la palabra, y se hace infructuosa.” Estos parece que sí han recibido la Palabra; puede que asistan a una iglesia, y que se consideren cristianos; sin embargo, no tienen fruto en su vida. Van siempre liados por los quehaceres diarios, les preocupa más tener éxito en sus propios negocios que hacer la voluntad de Dios, y el sistema de este mundo los tiene tan ocupados que no hay evidencia de Cristo en sus vidas.

    Estos que Jesús describía eran como árboles sin evidencia de vida. Jesús había enseñado que lo que identificaba un árbol sano era su fruto, y ninguno de estos llevaba buen fruto.

    Mas Jesús describió un cuarto grupo; “éstos son los que fueron sembrados en buena tierra: los que oyen la palabra y la reciben, y dan fruto a treinta, a sesenta, y a ciento por uno.”


    Vale la pena repartir la semilla, compartir la palabra, porque esta no tiene desperdicio.
    Si parece que no cambia una vida, no es porque la semilla sea mala. La Palabra de Dios es viva y eficaz, nos dice Hebreos 4:12. Cuando la Palabra de Dios no produce una transformación para bien, debemos examinar el terreno, quitar cualquier dureza que impida que la semilla brote, arrancar cualquier espino que la pueda ahogar, y asegurarnos que nuestro corazón es tierra fértil. Oremos para que el Espíritu Santo prepare el terreno donde la semilla será sembrada. Así veremos fruto que brota en abundancia.

  • Jesús a menudo enseñó por medio de parábolas. Estas son historias diseñadas para transmitir una lección. Podemos distinguir una parábola de un relato en el texto bíblico en que los personajes de las parábolas no tienen nombre, y queda claro que ilustran situaciones posibles pero no reales.

    Cuando sus discípulos preguntaron sobre el uso de las parábolas, Jesús les dio en Mateo 13:10-17 dos propósitos de enseñar a través de parábolas.

    En primer lugar, les dijo que las utilizaba para que entendieran el mensaje mejor, pudiendo conectar conceptos con ejemplos.
    Y en segundo lugar, enseñaba a través de parábolas para que aquellos que no querían creer no entendieran el mensaje.
    Los dos motivos parecen contradictorios a primera vista, pero son complementarios. Vemos que Jesús nunca manipuló a nadie para creer. Su enseñanza era clara para el que buscaba a Dios, y sin embargo la mantenía escondida para aquellos que no lo querían encontrar. De este modo, no estaba añadiendo más culpa en el juicio de aquellos que lo estaban rechazando.

    De las parábolas de Jesús nos quedan expresiones que muchos, incluso aquellos que no conocen las Escrituras, reconocen o utilizan en sus conversaciones. Entre ellas está la idea de amar al prójimo o ser un buen samaritano. Comenzaremos el estudio de las parábolas con la parábola del buen samaritano.

    Leemos en Lucas 10: “Y he aquí un intérprete de la ley se levantó y dijo, para probarle: Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna? Él le dijo: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?” Siendo este hombre un estudioso de la ley de Dios, debía saber lo que esta decía.
    “Aquél, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.
    Y le dijo: Bien has respondido; haz esto, y vivirás.
    Pero él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo? (Lucas 10:25-28)

    Jesús le contestó a su pregunta con esta parábola: Un judío que viajaba a Jerusalén fue asaltado por unos ladrones y dejado malherido al lado del camino. A continuación y sucesivamente, pasaron tres personas. La primera era un sacerdote que iba camino a Jerusalén también. Nos dice el texto que pasó de largo. Probablemente iba a ejercer su función religiosa y no quería ni llegar tarde ni contaminarse de ningún modo. Por la razón que fuera, dejó al pobre tirado y siguió su camino. Más tarde pasó un levita. De igual modo, los levitas participaban en los sacrificios en Jerusalén. No nos dice sus motivos, pero este no se complicó la vida y también pasó de largo.
    Un tercer personaje se aproximaba en la distancia. Era un samaritano.
    Puedo imaginar a los que estaban escuchando la historia que contaba Jesús en estos momentos. ¡Un samaritano! ¡Este seguro que no pararía! Los judíos y los samaritanos no se llevaban bien.

    Sin embargo, Jesús prosiguió: “Este fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él.” Incluso nos dice el texto que cuando el samaritano tuvo que marcharse para continuar su camino, le dió un dinero al mesonero para los gastos que este tuviera en el cuidado del herido, añadiendo además: “todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese.”

    Jesús le preguntó al que había venido a tentarlo: “¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?
    Él dijo: El que usó de misericordia con él. Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo.”

    Claro que con solo hacer misericordia a nuestro prójimo no heredamos la vida eterna. El que vino a probar a Jesús había confirmado que era necesario para heredar la vida eterna “amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo.” En 1 de Juan 4:20 leemos: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?”
    Cuando no amamos primero a Dios no podemos amar a los que nos rodean.
    Podemos amar a aquellos que son amables con nosotros, cuando es conveniente, si no nos incomoda, y si no altera nuestros planes. Pero mostrar misericordia hacia el prójimo cuando cuesta, ahí es donde podemos mostrar verdaderamente el amor de Dios.

    Si amamos a Dios, su amor nos da la fuerza para mostrar misericordia. Por lo que 1 de Juan 4 resume este concepto con esta afirmación: El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor. Que Dios nos ayude a mostrar Su amor a nuestro prójimo.

  • Mateo 12:43-45; Lc. 11.24-26

    Hemos entrado en el periodo de cuaresma, y mucha gente decide privarse de algo en preparación para la celebración de la Semana Santa. No es una celebración que Dios pida en Su palabra. No voy a entrar a juzgar si es buena práctica o no, pero desde luego, no es algo que nos dé más favor ante Dios. Sabemos que Dios mira el corazón más que nuestros sacrificios, y a Él le agrada que vivamos en armonía con su voluntad. Así que, si te privas o no, es entre tú y Dios, y tus motivos por hacerlo también.

    Ahora bien, vale la pena notar en Mateo 12:43-45 y en Lucas 11:24-26 unos versículos que nos enseñan del peligro que hay en quitar vicios de nuestra vida sin añadir buenos hábitos.

    Jesús presenta el caso hablando de un “espíritu inmundo que sale del hombre, anda por lugares secos, buscando reposo, y no lo halla. Entonces dice: Volveré a mi casa de donde salí; y cuando llega, la halla desocupada, barrida y adornada. Entonces va, y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrados, moran allí; y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero.”

    No se nos da explicación de este corto relato, pero la lección que Jesús estaba compartiendo queda clara. Una persona puede trabajar por sí misma para quitar malos hábitos, puede limpiar su vida, quitando aquellas cosas que no le convienen, pero si hace esto sin llenar su vida de aquello que en realidad necesita, se puede comparar con esta casa que Jesús describe, desocupada, barrida y adornada. Cuando este espíritu inmundo, representación de esos malos hábitos que ha quitado de su vida se da cuenta de lo bien que está la casa, llama a siete amigos más y se instala ahí, haciendo que el postrer estado sea mucho peor que el inicial.

    Podemos encontrar ilustraciones de esto en muchos ámbitos. En la alimentación, las dietas restrictivas que tienen alimentos prohibidos, si no se sustituyen estos por alimentos sanos que sacien y nutran, acabará fallando, estropeando la salud del individuo.

    En el ámbito social, si alguien decide dejar amigos tóxicos para mejorar su vida, pero no busca buenos amigos para sustituir a estos y formar un círculo de amistades saludable, llegará a sentirse solo y volverá a encontrarse rodeado de amistades peligrosas.

    Puedo pensar en el ámbito de la educación, donde se busca sustituir valores negativos por aquellos que edifican a la persona. En todos los ámbitos, cuando se vacía por un lado, se debe reemplazar con algo mejor que lo que has desechado. Si no, no hay crecimiento positivo.

    Pero Jesús no vino a esta Tierra con el propósito de enseñarnos sentido común. Este tenía en mente algo mucho más grande que una lección sobre el cambio de hábitos en la vida.

    Jesús vino a salvar a los perdidos, a quitar el pecado del mundo, y esto lo hace persona a persona. Cuando Jesús compartió esta enseñanza, quería que los que estaban escuchando entendieran que la salvación no consiste solamente en despojarnos de aquello que nos impide seguirle. El arrepentimiento es requisito indispensable para la salvación; sin embargo, una vez dejamos nuestros pecados a los pies de Cristo, debemos llenar nuestra vida de Dios. Cuando Cristo ocupa cada rincón de nuestra vida, no hay lugar para aquellas cosas que van en contra de su voluntad.

    En Filipenses 1:21 el apóstol Pablo dice: “Para mí el vivir es Cristo.” Este, como veremos más adelante, había cambiado el tema de su vida; ya no vivía para la religión que antes lo consumía; ahora vivía para Cristo. Todavía vivía su vida, pero la vivía de forma diferente, porque el propósito principal de su existencia era agradar a Cristo.

    Igual no has tomado esa decisión que Pablo tomó, de sustituir el tema principal de tu vida. Cristo te invita a hacerlo hoy, a dejar de ser llevado por el sistema establecido del mal y ser llena de Cristo, el Rey de reyes.

    Si ya has elegido el tema de tu nuevo hogar interior, es probable que notes cosas que no pertenecen a esta nueva vida. Ahora comienza una nueva reorganización, permitiendo que el Espíritu de Dios te guíe a dejar aquello que no es digno de un cristiano, y sustituirlo por lo que a Dios le agrada.
    Las epístolas están llenas de referencias a “dejar” unas cosas y “tomar” otras. Te animo a leer las listas que aparecen en Gálatas 4, Efesios 4 y Colosenses 3 y ver aquellas cosas que deberían desaparecer en tu vida y esas otras que deben ir apareciendo en tu andar diario con Dios.

  • Mateo 12:46-50; Mr. 3.31-35; Lc. 8

    Jesús escogió a doce discípulos que constantemente estaban con Él, aprendiendo del Maestro y ayudando a otros. Como leemos en el versículo 1 de Lucas 8, estos doce iban con él por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios. Pero además de los doce, Jesús tuvo a otros que eran cercanos a Él. Por supuesto, podríamos nombrar a su madre, María. Podemos deducir por la falta de referencias a José durante los años del ministerio de Jesús que su padre José ya había fallecido. María siempre estuvo ahí, confiando en su Salvador, recordando la preciosa bendición que se le había otorgado de tener y criar al mismo Hijo de Dios. Sabemos por Juan 7 que algunos de sus hermanos no creían en él durante su ministerio. Juan 7 narra que estos le animaban a salir más públicamente si se quería dar a conocer, no entendiendo que el propósito de Jesús no era adquirir fama; Él había venido para cumplir la voluntad del Padre cuando llegara el momento, y no tenía que “venderse” a sí mismo.

    En Mateo 12 y Lucas 8 vemos que María y los hermanos de Jesús vinieron hasta donde este estaba, aunque no nos dice para qué. Marcos 3 nos aporta más información dejándonos saber que sus hermanos estaban preocupados por su estado de salud y por el bienestar familiar; estos habían dicho que parecía que estaba fuera de sí. Su madre y sus hermanos no pudieron llegar hasta donde estaba enseñando, y pidieron que este saliera fuera para hablar con él en privado.

    Jesús les hizo esperar, contestando al recadero: “todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre.”

    Esto no era para despreciar a su familia, aunque Jesús si sabría el verdadero motivo de esta interrupción. Con esta afirmación Jesús estaba más bien confirmando la importancia que Dios da a cada uno de los que buscan hacer Su voluntad.

    Nos narran los primeros versículos de Lucas 8 que había también mujeres piadosas que estaban dedicando su vida al evangelio.

    Estas mujeres habían sido rescatadas de enfermedades o de una vida desordenada, y ahora dedicaban sus vidas al servicio de Dios. Estas no dejaban de hacer su vida diaria; atendían a sus quehaceres, continuaban trabajando para cuidar a sus familias, pero todas servían. El evangelista menciona por nombre a María Magdalena, a Juana, mujer de Chuza, un hombre que era alto funcionario de la corte de Herodes, y a Susana. Sin embargo nos dice que había muchas otras que le servían de sus bienes.

    Estas no seguían a Jesús porque no tenían otra cosa que hacer. Todos estos íntimos de Jesús, hombres y mujeres tenían algo en común: organizaban sus vidas para poder seguir y servir al Maestro.

    Nos dice Lucas 8:16-18 que “No hay nada oculto que no haya de ser manifestado” y nos recuerda en los versículos que le siguen que “los que oyen la palabra de Dios y la hacen” son verdaderamente sus íntimos.

    Siglos más tarde, aún podemos leer de aquellos que pusieron el servicio a Dios en un lugar privilegiado en su vida. Y nosotros podemos también ser fieles íntimos de Dios.

    ¿Nos considerará el Señor como uno de sus íntimos? ¿Somos conscientes de que lo que hagamos en secreto será manifestado un día? Busquemos una relación íntima y verdadera con el Dios verdadero.

  • Mateo 12:38-42; Lc. 11.29-32
    Mateo 16:1-4; Mr. 8.11-13; Lc. 12.54-56

    En diversas ocasiones encontramos a personas que tras recibir un encargo de parte de Dios, dudaron, y Dios les dio una señal. Podemos mencionar a Moisés, al que Dios le pidió que tirara la vara al suelo para mostrarle el poder con el que se presentaría ante faraón; o Gedeón, el cual pidió dos señales diferentes antes de enfrentarse al inmenso ejército enemigo con tan solo 300 soldados. Y Dios les dio señal, y esto sirvió de afirmación de que lo que Dios les estaba prometiendo era fiable.

    Sin embargo, en los evangelio encontramos a personas que a pesar de ver las señales milagrosas de Jesús, seguían sin querer creer en este. Mateo 12 nos narra que “vinieron algunos de los escribas y de los fariseos, diciendo: Maestro, deseamos ver de ti señal.”

    Curiosamente lo llaman Maestro, pero no quieren someterse a su autoridad y enseñanza, no hasta que este les muestre señal. ¿Pero no les bastaba todo lo que estaban viendo? Estos hombres habían estudiado las Escrituras. Deberían ser los primeros en reconocer al Hijo del Hombre enviado a la Tierra. Deberían estar reconociendo lo que los profetas habían anunciado del Mesías y ser los primeros en seguirlo. Sin embargo estaban eligiendo dudar, y demandar señal.

    La contestación de Jesús no fue lo que buscaban, seguramente. Este dijo: “La generación mala y adúltera demanda señal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás.”

    Una respuesta similar recibirían otros como estos que unos capítulos más tarde pedían señal del cielo. Jesús los amonestó diciéndoles básicamente: Estudiais el cielo para predecir el tiempo, sin embargo no sois capaces de estudiar los tiempos para reconocer al Mesías. No tendréis más señal de la que ya os ha sido dada; la del profeta Jonás (Mateo 16:4). ¿Cuál era la señal del profeta?

    Cuando leemos la historia de Jonás, no pensamos que sería una señal profética sobre lo que acontecería al Mesías. Dice el Señor: “Porque como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches.” Jesús les estaba dando una señal que no podrían identificar hasta después de muerto Jesús, y al llegar el momento de su resurrección. Mas el Señor sabía que la incredulidad de estos hombres no les permitiría ver la realidad, porque cuando uno decide no creer, sus ojos están cegados a la verdad.

    Estos que demandaban señal para poder creer recibieron esta reprimenda:

    “Los hombres de Nínive se levantarán en el juicio con esta generación, y la condenarán; porque ellos se arrepintieron a la predicación de Jonás, y he aquí más que Jonás en este lugar.
    La reina del Sur se levantará en el juicio con esta generación, y la condenará; porque ella vino de los fines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón, y he aquí más que Salomón en este lugar.”


    Jesús los compara a los habitantes de Nínive y a la reina del Sur. Los de Nínive, al recibir palabra del profeta, creyeron y se arrepintieron. La reina del Sur, habiendo oído del Dios Verdadero, dejó sus dioses falsos y viajó larga distancia para oír de Dios por boca del rey Salomón. Jesús dice que en el día del juicio, cuando estos escribas y fariseos dieran excusas de que no sabían, de que no lo habían entendido bien, de que no habían tenido señal, el ejemplo de los de Nínive y de la reina del Sur, figuras que estos considerarían paganos, los condenarían.

    Y es que ahora estos tenían delante a uno mucho mayor que Jonás y Salomón. Y sin embargo, en lugar de creer, demandaban señal.

    ¿Qué te haría falta a ti para creer a Cristo? ¿Qué señal sería suficiente para que, dejando los dioses falsos de esta época, te volvieras a Dios?

    Nos han sido dadas señales El señor Jesús resucitó, y fueron muchos los que lo vieron. Hay evidencia suficiente para creer en el Verdadero Dios, por lo cual, como nos dice Romanos 1:20, no tenemos excusa. Tenemos como señal la Palabra escrita de Dios, tenemos como señal la evidencia plasmada en la creación. Tenemos como evidencia el poder de Dios en la vida de aquellos que a Él se acercan.

    Creamos con confianza; no hay motivo alguno para dudar que Dios es, y que es fiel, como leemos en Hebreos 11:6.

    “Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan.”

  • Mateo 12:22-37; Mr. 3.20-30; Lc. 11.14-23

    ¿Crees en el Espíritu Santo? Algunos no tienen idea de quién es, y otros ponen tanto énfasis en este que basan su fe en emociones que creen sentir más que en la Palabra revelada de Dios.

    La Biblia nos muestra a Dios en tres personas diferentes, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Las tres presentan la esencia de la Deidad, y una no es más Dios que la otra. Aunque la palabra Trinidad no aparece en la Biblia, el concepto en sí está presente desde la creación en Génesis hasta las últimas palabras del Apocalipsis.

    A Dios Padre lo vemos a través de las Escrituras, a Dios Hijo ya hemos enfatizado que también lo encontramos de principio a fin, pero no olvidemos que el Espíritu Santo también está claramente presente en las páginas de las Escrituras. El Espíritu de Jehová aparece vez tras vez, hablando a los profetas y guiando al ser humano hacia el conocimiento de Dios.

    Muchos pasajes bíblicos presentan la obra del Espíritu Santo. En primer lugar, es Él el que convence del pecado, paso imprescindible para la salvación por fe (Juan 16:8). Pero su obra no termina allí. También produce un cambio positivo en la vida del creyente, manifestando su fruto: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza (Gálatas 5:22-23). También las Escrituras nos dicen que intercede por nosotros en la oración cuando no sabemos cómo pedir (Romanos 8:26). Veremos más adelante que cuando Jesús ascendió al cielo, prometió a sus discípulos que con ellos se quedaba “El Consolador”. Este es el Espíritu Santo de Dios, el cual mora en el corazón de cada creyente.

    En Mateo 12, los fariseos acusaron a Jesús de echar fuera demonios por el poder de Beelzebú, esto es Satanás. Claro, que esta práctica de echar fuera espíritus la practicaban los fariseos igualmente, Por lo que Jesús les cuestionó su acusación: “Y si yo echo fuera los demonios por Beelzebú, ¿por quién los echan vuestros hijos? Por tanto, ellos serán vuestros jueces.” Mateo 12:27

    Jesús explicó que no tenía sentido que Satanás echara fuera a Satanás, porque su reino estaría dividido. Este tema nos puede parecer un tanto extraño, pero quiero que veamos cómo Jesús aprovechó la ocasión para presentales la realidad de Dios. Les dijo:

    “Pero si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios.” Jesús obraba con el poder del Espíritu de Dios. Cuando estos fariseos dudaban del Espíritu Santo de Dios, estaban blasfemando contra este.
    Cuando el Espíritu Santo está amonestando a una persona, haciéndole sentir la necesidad de arrepentimiento, y esta no responde a este llamado, su oportunidad de perdón se desvanece, y por esto no hay perdón, porque el perdón viene después de escuchar y atender la obra del Espíritu Santo de Dios. Podemos dudar por un tiempo, y por la gracia de Dios reconocer nuestra necesidad de Dios que nos muestra el Espíritu, y recibir la obra del Hijo en la cruz para tener acceso al Padre. Pero si contínuamente ignoramos al Espíritu, pecando contra Él, la perdición del alma es inevitable.

    Así vemos que las tres personas de la Trinidad están involucradas en el proceso de la salvación de un alma.

    Dios Padre ha ideado el plan por el que podemos ser reconciliados con Él, el Espíritu Santo nos convence de pecado para que podamos arrepentirnos, y en Cristo Dios cargó el pecado de todos nosotros para que por fe podamos ser salvos y tener acceso directo al Padre.

    Gracias a Dios que Él es mucho más grande que nuestra mente. Puede que no entendamos todos los detalles de su esencia, pero podemos confiar en el Trino Dios para la salvación de nuestra alma.