Episoder
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Una diferencia entre el sacerdote diocesano y el religioso: que este último tiene una regla (la de san Benito, la de santo Domingo, etc.), y el que no tiene reglamento necesita absolutamente la acción del Espíritu Santo. Vae soli!, dice la Escritura: no dudemos que no nos conviene andar sin la ayuda, la fortaleza, la luz del Espíritu Santo. Busquemos ser movidos desde dentro, para no ser manipulados por los objetos exteriores.
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“Señor, auméntanos la fe”. Intentemos vivir inmersos en el mundo que está más allá de lo sensible, abriendo nuestro corazón a las realidades que no podamos comprobar. La fe tiene mucho que ver con la humildad porque nos pide: acéptalo todo, sin comprobar nada. Vivir inmersos, como el pez en el océano. “No abras la boca sino el corazón”, decía san Agustín, y también: “Fe es creer lo que no ves, la recompensa es ver lo que crees”.
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Manglende episoder?
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El día del Señor tenemos, sí, el deber de darle culto con la participación en la Santa Misa, pero sobre todo la dicha, el honor, la gran felicidad de poder estar presentes en el mismo Sacrificio de Jesús. ¿Cómo vivirla mejor? Las respuestas serían interminables. Pensemos en la del padre Pío: “Para mí la Misa es un encuentro con Cristo”. ¿Lo es también para mí?
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Hoy vuelve a cumplirse la profecía de María en casa de Isabel, porque también nosotros la llamamos bienaventurada. Y ahora por un corazón lleno de gracia, que nos alienta para llegar siempre más alto. Ella es la misma bondad, y por eso nos mira sonriendo. En Lourdes, la sonrisa de María fue la respuesta a la pregunta de Bernadette sobre su nombre. Fue algo así como la puerta de acceso al misterio. Descansemos en ese corazón inmaculado que nos recibe con una sonrisa.
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Si es posible hacer, en lo humano, trasplantes de corazones, busquemos hacerlo también en el divino. “Dame, hijo mío, tu corazón y pon tus ojos en mis caminos”. San Pablo invita a tener en nuestro corazón los mismos sentimientos del Corazón de Jesús. En la historia de la Iglesia han ocurrido fenómenos místicos en los que Jesús cambia su Corazón por las de santas. Santa Lutdegarda, santa Matilde, santa Catalina de Siena…
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Haurietis aquas, dice el capítulo 12 del profeta Isaías: “Sacaréis aguas”. ¿Qué significa? Significa ir a beber en el agua que mana del Corazón herido del Crucificado. Vayamos también a beber a esa fuente porque de ahí brota todo el amor humano y divino del Salvador. La secularización del amor consiste en separar el amor humano de lo divino, y nuestro peligro es amar a Dios con amor frío, como el sol de invierno. No separar el amor de eros del amor de ágape en el trato con Jesús.
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Hay triduos, novenarios, decenarios… y Octavas. Las Octavas, como las de Pascua y Navidad, se celebran después de la Solemnidad respectiva. Queremos hacerlo ahora para permitir que las gracias eucarísticas nos aneguen durante estos ocho días. Hagámoslo con la conciencia del Corazón que late en el Sagrario.
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Los personajes del evangelio son históricos, pero también son estados del alma. Todos somos Zaqueo en nuestro deseo de ver a Jesús, y lo hospedamos en nuestra casa. Para eso requerimos humildad: busquemos detectar el orgullo sutil y tenaz que se enrosca en nuestra alma. Nos servirá meditar y repetir la “Letanía de la humildad”.
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“Huye del triste amor, amor pacato…”. Esta poesía de Antonio Machado puede darnos tema para nuestra oración. Porque el amor triste, el amor pacato, es el amor que se queda a medias, que no llega a la totalidad. Es triste que eso suceda en el amor humano, y más triste en el divino. Es la tibieza, que trae consigo infelicidad. Nos precavemos de ella con la contemplación y la oración de escucha.
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La Humanidad Santísima de Jesús es el camino para ir al Padre. Y resulta digno de admiración que las dos principales solemnidades referentes a la Humanidad Santísima las solicitó el mismo Jesús: la del Corpus Christi en el siglo XIII y la del Sagrado Corazón en el siglo XVII. Y se celebran, además, con ocho días de intervalo. Como si Jesús nos quisiera hacer ver que en la Eucaristía está su Corazón, y que estamos invitados a meternos en su Yo profundo en cada comunión, en cada adoración, en cada sagrario.
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En las indagaciones policíacas solía emplearse la técnica del “retrato hablado” para lograr describir la fisonomía del sospechoso. ¿Podríamos hacer un retrato hablado del modo de ser de Jesús? Ya lo hizo Él, pues en las Bienaventuranzas encontramos ante todo su personalidad. Busquémoslas como una manera segura de imitar a Jesús. Pensemos, por ejemplo, si nos consideramos bienaventurados al intentar vivir pobremente.
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Recorriendo los caminos de Palestina con Jesús en su seno, María realiza la primera procesión del Corpus de la historia. En su fiat, Ella inaugura la fe eucarística, aquella que tendríamos nosotros al comulgar: la presencia del Cuerpo de Cristo en las entrañas. De manera que nuestro Amén al comulgar es equivalente a su fiat, enseña san Juan Pablo II. Y nosotros, como Isabel, le decimos que no somos dignos. Y es verdad: que no nos acostumbremos a la Eucaristía.
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La Eucaristía es un “modo inaudito de comunicarse el Amor divino” (Benedicto XVI). San Josemaría hablaba de “locura”. Hoy es uno de los días más alegres en la humanidad porque es cuando Cristo es más alabado. Esta celebración no fue iniciativa humana, sino pedida por el mismo Dios, en este caso a santa Juliana de Cornillon. Llama la atención que las grandes revelaciones de la Nueva Alianza han sido hechas a mujeres, comenzando por la hecha a María. Será porque ellas tienen más sensibilidad para entender el amor del Señor.
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La comunión que se lleva a los enfermos se anuncia con el toque de la campanilla. Entonces la gente se apercibe, se arrodilla, y el enfermo se dispone. Hoy, víspera del Corpus Christi, queremos que no nos tome poco preparados esta gran Solemnidad. Es la Eucaristía lo que fundamenta nuestro ser y nuestra vida. Unirnos a las Procesiones de todo el mundo, para adorar y desagraviar.
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En los años 70 del siglo pasado, san Josemaría quiso alertar sobre la crisis por la que atravesaba la Iglesia escribiendo tres cartas largas, que llamó campanadas. Leyéndolas, advertimos que la crisis es hoy aún más aguda, y hemos de estar vigilantes para no deslizarnos en los errores. ¿Cómo no deslizarnos por los errores? Manteniéndonos con una vida espiritual intensa y una continua oración de petición.
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Jesús curaba toda enfermedad y toda dolencia. ¿Por qué ahora ya no actúa así? Si, a pesar de que lo pedimos con fe y perseverancia la salud de alguien, ¿por qué no se la devuelve? Porque quiere curar lo principal del hombre: su alma. Y porque, desde su crucifixión, la enfermedad y el dolor tienen un valor redentor. Él es el Médico y la medicina para nuestro mal principal: la ego-patía.
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En la Solemnidad de la Santísima Trinidad agradecemos a Jesús esta revelación. Nos hace conocer que Dios es Amor. Y como esa es su esencia, nada puede proceder de Él que no sea puro y solo amor. Tendré que corregir mis concepciones erróneas de Dios, para intentar comprenderlo así, e intentar comprender toda la realidad como manifestación de su amor.
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Muy agradecidos hemos de estar a Dios que nos ha hecho conocer el misterio de su vida íntima. Sin la revelación sobrenatural nunca hubiéramos alcanzado tal conocimiento. Dios es amor, y no amor cerrado en Sí mismo sino dirigido a Otro: cada Persona divina volcada en Otra. Siendo nosotros imagen y semejanza de Dios, siendo personas, estamos invitados a vivir siempre en el amor.
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El Señor nos ha contratado para trabajar en su viña. Él ama mucho su viña, tanto que da su vida por ella. Nos ha convocado para tan alta tarea: comunicar lo divino. Lo podremos lograr solo si tenemos lo divino, lo santo. De manera que primero hemos de santificarnos para luego poder santificar. La eficacia de nuestro apostolado depende de nuestra unión vital con Cristo.
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San Pablo nos habla constantemente de la presencia de Jesús en nuestra vida. Pero no como una presencia meramente extrínseca, sino que “nuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. Y es que si estamos escondidos en Cristo es porque estamos unidos a Él, que vino a traernos su vida en abundancia. La unión con Cristo supera toda unidad que alcancemos a representar con cualquier símbolo. Cristo es más yo que yo mismo.
- Vis mere