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ORAR ES EJERCITAR NUESTRA CONTEMPLACIÓN DE DIOS
La oración cristiana no es un simple ritual ni un medio para satisfacer nuestras necesidades. Es, ante todo, una respuesta de la criatura a la revelación de su Creador. Cuando oramos, nos encontramos con Dios en la intimidad de la fe, maravillados por su grandeza y humillados por su gracia. La oración es el ejercicio espiritual por excelencia en el que el alma contempla a Dios con asombro y admiración, rindiéndole el homenaje de la dependencia y la obediencia.
RESPONDEMOS LA REVELACIÓN DE DIOS
Dios se ha dado a conocer por medio de su Palabra y, sobre todo, en la persona de Jesucristo (Hebreos 1:1-2). No oramos a un Dios desconocido, sino al Dios vivo y verdadero que ha hablado, que se ha acercado y que nos ha hecho suyos en Cristo. La oración es el eco de su voz en nuestro corazón; es la fe que responde: "¡Heme aquí, Señor!" Cuando nos postramos en oración, lo hacemos porque primero Él nos ha llamado.
ORAMOS EN RECONOCIMIENTO DE SU PROVIDENCIA
Nuestro Dios no es un espectador distante, sino el soberano que gobierna con sabiduría y amor. En la oración, reconocemos su mano en cada detalle de nuestra vida. Nos acercamos con gratitud porque todo lo que somos y tenemos proviene de Él (Santiago 1:17). Contemplar su providencia en oración nos libra de la ansiedad y nos llena de confianza: "Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará" (Salmo 55:22).
ORAMOS EN SUMISIÓN A SU AUTORIDAD
Orar no es imponer nuestra voluntad a Dios, sino rendirnos a la suya. Jesucristo nos enseñó a clamar: "Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo" (Mateo 6:10). La oración contemplativa nos coloca en la postura correcta: no somos señores de nuestra vida, sino siervos del Rey eterno. En la presencia de Dios, el alma aprende a descansar en su sabiduría y a amar su voluntad, incluso cuando no la comprendemos.
ORAMOS EN DEPENDENCIA DE SU MISERICORDIA
Somos hijos necesitados de la gracia de Dios en todo momento. Nuestra oración nunca es un acto de autosuficiencia, sino un clamor humilde: "Señor, ten misericordia de mí" (Lucas 18:13). Cuando oramos, no nos presentamos con méritos, sino con las manos vacías, confiando solo en Cristo. Su misericordia nos sostiene, nos restaura y nos fortalece.
CONTEMPLA A DIOS
La oración contemplativa es mucho más que hablar con Dios; es quedar absortos en su gloria, rendidos en su providencia, sometidos a su autoridad y dependientes de su misericordia. Que al orar, lo hagamos con asombro y admiración, como aquellos que han sido traídos a su luz admirable.
"Grande es Jehová, y digno de suprema alabanza; y su grandeza es inescrutable" (Salmo 145:3).
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Amparados en Su Providencia.
La oración y la confianza en la providencia divina están íntimamente vinculadas, pues orar es reconocer que nuestras vidas están en manos de un Dios soberano y sabio, cuyas decisiones son siempre para nuestro bien y su gloria (Romanos 8:28). En la oración rendimos nuestras preocupaciones, confiando en que su voluntad perfecta es mejor que nuestros deseos limitados. Al presentar nuestras peticiones con humildad y gratitud, descansamos en el hecho de que Él gobierna todas las cosas con amor y cuidado providencial (Filipenses 4:6-7).
ORAR ES RECONOCER QUE NO TENGO EL CONTROL
La verdadera oración comienza con la humildad de reconocer que no tenemos el control sobre nuestras vidas ni sobre el curso de los eventos que nos rodean. Este reconocimiento, lejos de ser una derrota, es el fundamento de una relación auténtica con Dios. "Muchos son los planes en el corazón del hombre, pero el propósito del Señor es el que prevalecerá" (Proverbios 19:21).
Cuando venimos en oración, abandonamos la ilusión de autosuficiencia. Esto es un acto profundamente contracultural en una sociedad que exalta la independencia y la autonomía personal. La confesión de nuestra impotencia es, en realidad, un grito de fe que reconoce que Dios es el Soberano Señor de toda la creación.
ORAR ES CONFIAR EN LOS PLANES DE DIOS
Nuestra oración, cuando está bien orientada, no busca cambiar la voluntad de Dios, sino que nos alinea con sus propósitos eternos. "Sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados" (Romanos 8:28).
La providencia de Dios no es caprichosa ni indiferente. Él tiene un plan perfecto, aunque a menudo esté oculto para nosotros. En la oración aprendemos a confiar en sus designios, incluso cuando estos nos parecen incomprensibles o dolorosos.
ORAR ES ESTAR DISPUESTO A ACATAR LA AUTORIDAD DE DIOS
La oración genuina siempre incluye la disposición de someter nuestra voluntad a la de Dios. Nuestro Señor Jesucristo nos dio el ejemplo supremo en Getsemaní: "Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú" (Mateo 26:39).
Este acto de rendición es el punto culminante de la oración. No venimos a Dios para imponerle nuestras agendas, sino para aprender a decir con sinceridad: "Hágase tu voluntad." Al hacerlo, reconocemos que su autoridad es absoluta y que su sabiduría es infinita.
ORAR ES DESCANSAR EN EL CUIDADO DE DIOS
Finalmente, la oración nos conduce al descanso. Después de presentar nuestras necesidades y rendir nuestra voluntad, el alma encuentra paz en la certeza de que Dios cuida de nosotros. "Echad toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros" (1 Pedro 5:7).
Descansar en el cuidado de Dios es el resultado de entender su providencia: nada escapa de sus manos amorosas. Cuando oramos con esta confianza, podemos enfrentar la vida con serenidad y gratitud, sabiendo que el Dios que gobierna el universo es también nuestro Padre celestial, que siempre busca nuestro bien.
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SIEMPRE A MI LADO, NUNCA ABANDONADO.
La doctrina de la oración nos enseña a confiar plenamente en el amparo y la presencia constante de Dios. Cristo cuidará de nosotros en todo lugar, en toda circunstancia y con todo su amor. Al vivir en esta realidad, la oración deja de ser una mera formalidad y se convierte en el dulce refugio de un corazón que sabe que nunca está solo.
CRISTO CUIDARÁ DE MÍ EN TODO LUGAR
El salmista declara: “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, tú estás” (Salmo 139:7-8). Esta afirmación de la omnipresencia de Dios es el fundamento de nuestra confianza en la oración. No importa si estamos en la tranquilidad de nuestro hogar o en tierras lejanas, en la soledad de la noche o en medio de una multitud, Dios siempre está a nuestro lado.
La oración no está limitada por geografía. Como hijos de Dios, podemos acudir al trono de la gracia desde cualquier lugar, seguros de que nuestro clamor será escuchado. Jesucristo, quien prometió estar con nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20), nos garantiza su presencia constante.
CRISTO CUIDARÁ DE MÍ EN TODA CIRCUNSTANCIA
La vida cristiana no está exenta de pruebas, pero en medio de las tempestades tenemos la certeza de que Dios nos escucha y cuida. El apóstol Pablo escribió: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:6-7).
La oración no solo nos permite presentar nuestras necesidades, sino que también nos recuerda que el Señor es soberano sobre cada circunstancia. En la alegría y en el dolor, en el éxito y en la adversidad, podemos confiar en que Cristo cuidará de nosotros y nos sostendrá con su mano poderosa.
CRISTO CUIDARÁ DE MÍ CON TODO SU AMOR
El amor de Cristo por nosotros es infinito y constante. En Romanos 8:38-39, Pablo afirma con valentía: “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”.
Cuando oramos, nos sumergimos en ese amor inagotable. Cada palabra, susurro o lamento presentado ante Dios es recibido con compasión y ternura. La cruz de Cristo es la prueba definitiva de ese amor que no tiene límites, y la oración es el medio por el cual somos constantemente recordados de su cercanía y cuidado.
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En 2019, la cantante cristiana Christine D'Clario generó controversia cuando, al orar por la sanidad de un amigo, expresó: "No aceptaremos un no por respuesta". Este tipo de declaración plantea preguntas profundas sobre la actitud correcta que debemos tener al orar. ¿Es esta una expresión de fe o una postura que contradice la enseñanza bíblica?
La Escritura enseña que debemos orar con fe (Santiago 1:6) y perseverancia (Lucas 18:1-8). Sin embargo, la fe genuina nunca busca imponer su voluntad sobre Dios, sino confiar en que Él hará lo que es mejor, incluso cuando no entendamos sus caminos. Nuestro Señor Jesucristo nos dio el ejemplo perfecto en Getsemaní: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.” (Mateo 26:39)
¿CON QUIÉN CREES QUE ESTÁS HABLANDO?
Cuando oramos, nos dirigimos al Dios soberano, sabio y bueno, que gobierna el universo con justicia perfecta. No es un genio en una lámpara que concede deseos; es el Creador del cielo y de la tierra, cuyo propósito eterno es siempre para su gloria y el bien de su pueblo (Romanos 8:28).
Por tanto, nuestra actitud debe ser la de hijos que confían plenamente en su Padre, no de consumidores que negocian una transacción. La Escritura nos recuerda: “Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo.” (1 Pedro 5:6)
CLAMAR, NO DEMANDAR.
La oración es clamar ayuda, no proponer una transacción. Pedimos con confianza, pero siempre bajo la luz de su voluntad soberana. Cuando decimos "sea hecha tu voluntad" (Mateo 6:10), no estamos mostrando una fe débil, sino una fe robusta que descansa en la bondad infinita de Dios.
Orar es pedir un favor, no demandar un derecho. Nadie tiene derecho a exigirle a Dios; todo lo que recibimos de Él es por pura gracia. Recordemos las palabras del apóstol Pablo: “¿Quién eres tú, para que alterques con Dios?” (Romanos 9:20)
"SEA HECHA TU VOLUNTAD"
La oración es uno de los privilegios más preciosos de la vida cristiana. Es la oportunidad de presentarnos ante el trono del Dios Todopoderoso, quien nos invita a hablarle como Padre amoroso. Sin embargo, nuestra actitud al orar revela mucho sobre nuestra teología y comprensión de quién es Dios. ¿Es Él un sirviente celestial obligado a satisfacer nuestras exigencias? ¿O es el Soberano Señor que obra conforme a su voluntad perfecta y sabia?
Más importante que las palabras que usamos o la postura que adoptamos al orar, es nuestra actitud ante Dios. La oración es el acto humilde de reconocer nuestra dependencia absoluta del Señor, confiando plenamente en su voluntad perfecta. Dejemos de lado las demandas y abracemos la paz que trae decir con reverencia: "Sea hecha tu voluntad, Señor".
La verdadera fe no busca controlar a Dios, sino descansar en Él y honrarle a Él.
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La oración cristiana no es simplemente un acto religioso o un ritual vacío; es la expresión viva de nuestra comunión con Dios. A través de la oración, nos acercamos al trono de gracia (Hebreos 4:16) como hijos adoptados por medio de Cristo, dirigidos por el Espíritu Santo. Para que nuestra oración sea bíblica y agradable a Dios, debemos atender tres aspectos fundamentales: el Dios correcto, las ideas correctas y la actitud correcta.
1. Debemos orar al Dios correcto: el único y verdadero Dios
La oración cristiana tiene como único destinatario al Dios trino: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Mateo 28:19). No basta con tener sinceridad; debemos asegurarnos de que oramos al verdadero Dios revelado en las Escrituras. Orar a ídolos, ideas humanas de la divinidad o conceptos ambiguos sobre Dios es ofensivo para Él (Éxodo 20:3-5). Jesús nos enseñó a orar al Padre celestial: "Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre" (Mateo 6:9). Esta dirección nos recuerda que la oración no es un diálogo con un poder impersonal ni con una fuerza cósmica, sino con el Dios personal y soberano que se ha revelado en Cristo.
2. Debemos orar con las ideas correctas: conforme a las Escrituras
Nuestra oración debe estar fundamentada en la verdad bíblica. No podemos acercarnos a Dios con ideas que contradigan Su Palabra, ni con deseos egoístas o carnales. Santiago nos advierte: "Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites" (Santiago 4:3).
La Escritura nos guía en cómo orar correctamente: Con fe: "Pero pida con fe, no dudando nada" (Santiago 1:6), debemos orar también conforme a la voluntad de Dios: "Si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye" (1 Juan 5:14) - y así mismo, nuestra oración debe estar saturada de acción de gracias: "Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias" (Filipenses 4:6).
3. Debemos orar con la actitud correcta: humildad y mansedumbre
El Dios soberano no se impresiona con nuestras palabras elaboradas ni con la cantidad de nuestras oraciones. Él busca corazones humildes que reconozcan su total dependencia de Su gracia. El salmista declara: "Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu" (Salmo 34:18). Jesús mismo enseñó que el fariseo, quien oraba con orgullo, no fue justificado; pero el publicano, que clamó: "Dios, sé propicio a mí, pecador", fue escuchado (Lucas 18:9-14). Esta actitud de mansedumbre reconoce nuestra necesidad constante de Dios y Su misericordia.
ORAR ES CLAMAR POR LA MISERICORDIA DEL REY
La oración cristiana no es un monólogo vacío ni una transacción comercial con Dios; es un acto de adoración y comunión. Cuando oramos al Dios correcto, con las ideas correctas y con la actitud correcta, encontramos que nuestra oración se convierte en una experiencia de acercamiento al Rey de reyes, es un privilegio y honor - La oración es el medio principal por el cual los hombres invocan a Dios y aprenden a confiar en Él, mostrando así su dependencia de Su bondad y misericordia. Oremos, entonces, con confianza, sabiendo que en Cristo tenemos acceso al Padre y que el Espíritu Santo intercede por nosotros conforme a la voluntad de Dios (Romanos 8:26-27).
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SIN MIRAR ATRÁS
La vida cristiana es una jornada marcada por el llamado a la piedad, entendida como devoción, fervor y consagración a Dios. En su segunda epístola, el apóstol Pedro nos exhorta a añadir piedad a nuestra fe como una virtud indispensable (2 Pedro 1:6). Este llamado no es opcional, sino una manifestación de nuestra unión con Cristo y un reflejo de nuestra esperanza eterna. "No mirar atrás" significa vivir con la mirada fija en Cristo, avanzando en nuestra devoción a Dios con perseverancia, urgencia e integridad.
1. Piedad es Perseverancia: Buscar a Dios Continuamente
La piedad no es un acto aislado, sino un hábito constante. Pedro nos llama a confirmar nuestra vocación y elección a través de una vida que no cesa en buscar a Dios (2 Pedro 1:10). Esta perseverancia implica reconocer que nuestra fortaleza para vivir piadosamente proviene de Su poder divino, que nos ha dado "todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad" (2 Pedro 1:3).
Vivir piadosamente significa no desmayar ante los desafíos, sino avanzar con la certeza de que Dios obra en nosotros para cumplir Su propósito. La perseverancia en la piedad es evidencia de una fe viva y de un amor genuino por nuestro Salvador.
2. Piedad es Urgencia: Buscar a Dios Prioritariamente
Pedro advierte acerca de los falsos maestros y el peligro de ser arrastrados por doctrinas que desvían nuestra atención (2 Pedro 2:1-3). Por ello, la piedad demanda urgencia: debemos priorizar nuestra búsqueda de Dios por encima de todas las cosas.
El cristiano que vive piadosamente reconoce que la comunión con Dios no puede esperar. Cada día, al enfrentar la tentación de priorizar lo temporal sobre lo eterno, debemos recordar las palabras de Pedro: "Pero vosotros, amados, sabiendo esto de antemano, guardaos, no sea que arrastrados por el error de los inicuos caigáis de vuestra firmeza" (2 Pedro 3:17).
Buscar a Dios urgentemente refleja un corazón que entiende la brevedad de la vida y la inminencia del regreso de Cristo.
3. Piedad es Integridad: Buscar a Dios Completamente
La piedad no admite una devoción dividida. Pedro nos insta a vivir "en santa y piadosa manera de vivir" mientras esperamos la venida del Señor (2 Pedro 3:11). Esto significa que toda nuestra vida, en pensamiento, palabra y obra, debe estar consagrada a Dios.
La integridad en la piedad implica rechazar la hipocresía y vivir de acuerdo con la verdad del evangelio. Así como Pedro describe a los falsos maestros como aquellos que "tienen el corazón ejercitado en la avaricia" (2 Pedro 2:14), los creyentes piadosos deben cultivar un corazón ejercitado en justicia y santidad, buscando a Dios completamente.
“NO VUELVO ATRÁS”
El llamado a la piedad es un llamado a "no mirar atrás", sino a avanzar con perseverancia, urgencia e integridad hacia la meta de nuestra vocación en Cristo Jesús. Sin embargo, esta perseverancia no es una obra que realizamos en nuestras propias fuerzas. Pedro nos recuerda que es Dios quien nos ha llamado por Su gloria y excelencia, y que Su Espíritu Santo nos capacita para vivir piadosamente (2 Pedro 1:3).
Que nuestras vidas sean un continuo crecer " en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo" (2 Pedro 3:18), y que caminemos en piedad, no mirando atrás, sino firmes en la esperanza que Él nos ha dado.
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¡Bienvenidos al primer episodio del 2025!
Han pasado apenas 15 días desde que comenzó este nuevo año, y estamos a buen tiempo de hacer una pausa y reflexionar sobre nuestra fragilidad y nuestra necesidad de un refugio firme.
Partamos de una sencilla verdad: somos como la flor del campo. Como dice el salmista: "El hombre es semejante a la hierba; sus días son como la flor del campo, así florece. Pero cuando el viento pasa sobre ella, deja de ser, y su lugar ya no la reconoce" (Salmo 103:15-16).
En este episodio, exploraremos un acrónimo que resume nuestra condición:
[F]ugaz: Nuestra vida es breve.
[L]imitado: No tenemos el control total.
[O]lvidadizo: Tendemos a distraernos.
[R]esponsable: Cosechamos lo que sembramos.
Estas realidades no deben desanimarnos, sino llevarnos al lugar donde encontramos verdadero refugio y referencia para la vida: Jesucristo. Él es el mismo ayer, hoy y por los siglos. En nuestra fugacidad, Él es eterno; en nuestras limitaciones, Él es todo suficiente; en nuestro olvido, Él nos da su palabra; y en nuestro proceder, nos guía en gracia y santidad.
Aprendamos a vivir con la seguridad de que a pesar de nuestras limitaciones y fragilidades, estamos en manos de quien dirige la historia y gobierna sobre todas las cosas.
¡Comenzamos!
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El mensaje de Navidad, y sus implicaciones, podría resumirse en estas breves líneas:
Vino el cordero y vino el león
trajo paz y trajo división
regala el cielo por sustitución
no es condimento ni decoración
será tu juez o tu salvación
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Navidad significa que el objeto de nuestra adoración se ha encarnado; se ha hecho visible, palpable, cercano - podemos comer con él, platicar con él - él puede tener hambre, sudar, dormir, cansarse, y morir; es en todos los sentidos, la plenitud de la divinidad en carne y hueso. (Colosenses 2:9). Este niño es el puente entre lo eterno y lo temporal, entre lo celestial y lo terrenal - el Dios infinito, eterno y omnipotente ha tomado forma humana. En palabras de Juan, "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Juan 1:14). Este niño, Jesús, es Dios hecho visible, palpable y cercano.
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El gesto de postrarse y adorar al niño Jesús por parte de los magos no es solo una escena histórica, sino una llamada profunda a todos los creyentes. Al ver la entrega total de los magos, estamos llamados a hacer lo mismo: entregarnos sin reservas a Cristo. El Rey que nació en Belén, que bajó del cielo para redimirnos, merece nuestra fe activa, nuestro conocimiento personal, y nuestra adoración genuina.
La verdadera entrega a Cristo no es una cuestión de palabras o de intenciones superficiales. Es un acto de total rendición, en el que nuestras vidas son ofrecidas como sacrificios vivos, santificados y agradables a Dios (Romanos 12:1). Como los magos, que le dieron al Niño regalos de oro, incienso y mirra, nuestra entrega debe ser costosa, sacrificial, y llena de amor hacia el Salvador.
El llamado de los magos es un eco a través de los siglos para toda la cristiandad: entregarnos, postrarnos, adorar y seguir a Cristo con un corazón sincero y comprometido. Cristo es el Rey que vino para redimirnos, y ante Él, la única respuesta verdadera es la de una vida entregada por completo en adoración.
Que este llamado nos inspire a vivir con una fe activa, un conocimiento personal del Salvador y una adoración genuina, rendidos ante el Rey que vino a redimirnos. Que nuestra vida sea una ofrenda de adoración continua, a la altura de lo que Él merece.
"Venid, adoremos al Señor" (Salmo 95:6).
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El viaje de los magos de oriente hasta la presencia del Hijo de Dios recién nacido representó fe, obediencia, entrega y valentía.
La travesía, por larga o incómoda que pudiera haber sido, no se evadió ni se postergó - sin peros ni reservas se dispusieron a seguir el astro de fulgor que les guiaba; eso requirió fe - aquellas profecías del pueblo de Israel que pudieron haber tachado de leyendas o mitos, fueron creídas y se aferraron a la convicción de que efectivamente se estaban cumpliendo las palabras de los profetas.
Su actitud ante el Verbo encarnado fue de devoción sincera; le adoraron, se postraron, le entregaron sus "tesoros" en reconocimiento de la dignidad y honor de aquel ser supremo nacido en humildad.
Y con valor contradijeron las perversas intenciones de Herodes al no revelarle dónde podía encontrar al niño.
Los discípulos de Cristo no estamos llamados a menos; fe, obediencia, entrega y valentía siguen siendo parte de las demandas del evangelio de Cristo.
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El relato de la Navidad es un recordatorio de que Dios no solo gobierna la historia, sino que entrelaza cada detalle con soberana precisión para cumplir su propósito eterno. El embarazo de Elisabet, la gestación de Juan el Bautista, el censo de César Augusto, la estrella que guió a los magos, el parto de María en Belén y hasta las vidas de Simeón y Ana: nada de esto fue una casualidad, sino la obra providencial de un Dios que escribe la historia con perfección infinita. Mientras el mundo habla de "alineaciones cósmicas" o "coincidencias asombrosas", los cristianos afirmamos con confianza: "Dios tiene el control de la historia."
El primer Adviento trastornó los planes de todos sus protagonistas: José enfrentó un embarazo que no esperaba, María aceptó con fe un llamado que jamás planeó, los pastores dejaron sus campos para ver al Mesías, y los magos recorrieron largas distancias sin saber adónde llegarían. Incluso Herodes, con todos sus planes de grandeza, se encontró frente al Rey verdadero que trastornaría sus aspiraciones. Este "nacimiento no planificado" desde una perspectiva humana era, en realidad, el eje central de la agenda divina: el nacimiento de este Niño en un pesebre cambiaría todas las demás historias.
En temporada de Adviento, recordemos que nuestras vidas también están en las manos del Soberano. Dios puede trastornar nuestras agendas, desbaratar nuestros planes y cambiar nuestras expectativas, pero lo hace con un propósito mayor que nosotros mismos: su gloria y nuestra redención. ¿Cómo responderemos? Con humildad y asombro, con reverencia y gozo, confiando en que nuestro Dios soberano está cumpliendo su agenda divina y que nuestra historia está en las buenas manos del Salvador.
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La revelación de Cristo, el Rey nacido en Belén, transforma el corazón humano y lo llama a una respuesta ineludible: ante su majestad, somos adoradores o permanecemos indiferentes; quedamos absortos de asombro o menospreciamos su gloria. Los magos de Oriente no solo vieron la estrella; su visión les movió a la acción. Reconocieron que la revelación de Cristo demanda mucho más que una mirada pasiva: demanda un corazón dispuesto a buscar y adorar. Vieron la señal, pero emprendieron un arduo viaje desde tierras lejanas, con un solo propósito: postrarse ante el Rey eterno. Aquí se revela una verdad profunda: no es lo mismo ver que venir. Muchos se conforman con observar de lejos, permaneciendo como espectadores indiferentes, pero los verdaderos adoradores vienen a Cristo. En su búsqueda, los magos encontraron no solo un Rey, sino gozo indescriptible y una salvación que transforma. La pregunta para nosotros hoy es clara: ¿seremos espectadores o adoradores? ¿Nos quedaremos mirando, o vendremos con todo nuestro ser a rendirle homenaje al Rey nacido para traer luz a un mundo en tinieblas?
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SEÑORA IGLESIA; SIGA ADELANTE
La iglesia, como el cuerpo de Cristo y columna de la verdad (1 Timoteo 3:15), tiene un llamado continuo y urgente a perseverar en los fundamentos que la distinguen como pueblo santo y consagrado al Señor. Este llamado no es un mero ideal, sino una demanda de fidelidad que emana del carácter de Dios, quien es santo, justo y perfecto (1 Pedro 1:16). En este breve ensayo reflexionaremos sobre la importancia de perseverar en santidad, adoración, doctrina y obediencia, pilares que sostienen la vida y misión de la iglesia.
1. SANTIDAD: EL DISTINTIVO DE LA IGLESIA
La santidad no es opcional para la iglesia; es su esencia. Hemos sido llamados a ser santos porque Dios es santo (Levítico 19:2). La iglesia no debe conformarse a los patrones de este mundo (Romanos 12:2), sino vivir como un pueblo apartado para Dios, rechazando el pecado y abrazando la justicia. Esta santidad no se alcanza por nuestras propias fuerzas, sino que es obra de la gracia de Cristo en nosotros, a través del Espíritu Santo (2 Corintios 7:1). Perseverar en santidad es vivir en continua comunión con Dios, confesando nuestros pecados y creciendo en conformidad a Su voluntad.
2. ADORACIÓN: TODA LA GLORA ES DE DIOS
La adoración es el centro de la vida de la iglesia, pues ha sido creada para la alabanza de Su gloria (Efesios 1:12). Perseverar en adoración significa no solo congregarse con reverencia para cantar, orar y escuchar la Palabra, sino también vivir una vida que refleje el señorío de Cristo en todo lo que hacemos (1 Corintios 10:31). Una iglesia que persevera en adoración no se distrae con las formas del mundo, sino que busca glorificar al Dios trino con un corazón contrito y un espíritu humilde (Salmo 51:17).
3. DOCTRINA: LA VERDAD NOS HACE LIBRES
La iglesia es llamada a ser guardiana de la doctrina bíblica, permaneciendo firme en la enseñanza apostólica (Hechos 2:42). La fidelidad doctrinal es esencial, ya que la sana doctrina no solo guía a la iglesia en la verdad, sino que también protege contra el error y las herejías que amenazan la pureza del evangelio (2 Timoteo 1:13-14). Perseverar en doctrina nos librará del fanatismo, del error, del engaño y la superstición; no fundados en suposiciones o especulaciones sino confiando en la autoridad de la Escritura, que es suficiente, clara y eficaz para toda buena obra (2 Timoteo 3:16-17).
4. OBEDIENCIA: LA FE EN ACCIÓN
La obediencia es la evidencia de una fe genuina. Cristo mismo enseñó que quienes lo aman guardarán sus mandamientos (Juan 14:15). La iglesia es llamada a vivir en obediencia activa, no solo en aspectos externos, sino también en la disposición interna del corazón. Perseverar en obediencia significa caminar en conformidad con la Palabra de Dios, incluso en medio de pruebas y persecuciones, confiando en que sus mandatos son buenos y llevan a la vida (Salmo 119:105).
FIRMES Y ADELANTE.
El llamado de la iglesia a perseverar en santidad, adoración, doctrina y obediencia es una manifestación de su identidad como pueblo redimido por Cristo y habitado por el Espíritu Santo. Este llamado no es una carga, sino un privilegio, pues nos permite reflejar al mundo la gloria del Dios vivo. Como dijo Juan Calvino: “Nuestras vidas no son nuestras; debemos, pues, vivir y morir para Dios”. Que la iglesia persevere fielmente hasta el día en que su Señor regrese y la encuentre irreprensible, como una novia preparada para las bodas del Cordero (Apocalipsis 19:7-8).
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El autor de Eclesiastés se presenta como un empresario de la existencia, alguien que buscó el éxito invirtiendo en todos los "mercados" que la vida debajo del sol ofrecía: placeres, riquezas, proyectos grandiosos, y conocimiento. Pero su balance final fue desolador: "Vanidad de vanidades, todo es vanidad" (Eclesiastés 1:2). Su error no fue la falta de ambición, sino la orientación de su inversión. Todo lo que persiguió estaba limitado al horizonte temporal y terrenal: "debajo del sol".
Este "tiburón" quedó atrapado en un negocio sin rendimientos eternos porque descuidó lo más importante: el temor a Dios y la obediencia a Su Palabra, que el Predicador finalmente identifica como "el todo del hombre" (Eclesiastés 12:13). Aquí radica el verdadero éxito: no en acumular ganancias efímeras, sino en invertir en lo que tiene valor eterno.
¿Dónde estás invirtiendo tu vida?
Hoy, las aspiraciones humanas frecuentemente se limitan a la carrera profesional, el reconocimiento social, y la acumulación de bienes materiales. Pero, ¿cuál será el balance final de estas inversiones? Jesús advirtió: "¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?" (Marcos 8:36). La mentalidad de tiburón no es suficiente si se dirige solo a las aguas superficiales de esta vida.
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Vivir como ciudadanos del cielo y conciudadanos de los santos implica una tensión entre nuestras responsabilidades terrenales y nuestra identidad eterna. Como peregrinos en este mundo, mantenemos nuestra mirada fija en Cristo, mientras cumplimos fielmente nuestra misión de ser embajadores de Su reino.
1. Nuestra ciudadanía está en los cielos
El apóstol Pablo declara con claridad: “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo” (Filipenses 3:20) - Como creyentes, somos extranjeros y peregrinos en este mundo (1 Pedro 2:11). Esto no significa que descuidemos nuestras responsabilidades aquí, sino que nuestra identidad, lealtades y metas finales están alineadas con el reino de Dios. Vivimos conscientes de que nuestra patria definitiva no es terrenal, sino celestial, y que nuestras prioridades deben reflejar esa realidad.
2. Estamos exiliados en Babilonia, Sodoma y Egipto.
La Biblia usa las figuras de Babilonia, Sodoma y Egipto para describir el mundo en su rebelión contra Dios: Babilonia representa la frivolidad y el materialismo, una sociedad enfocada en el lujo y el placer (Apocalipsis 18:3). Sodoma simboliza la perversión y el rechazo de la moralidad divina (Génesis 19:24-25). Egipto personifica la esclavitud y opresión del pecado (Éxodo 1:13-14) - Como cristianos, somos llamados a no conformarnos a este mundo, sino a ser transformados mediante la renovación de nuestra mente (Romanos 12:2). Vivimos como exiliados que resisten las influencias destructivas de estas "ciudades" mientras mantenemos nuestra esperanza en el reino venidero.
3. Rogamos por la paz de la ciudad
Jeremías escribió a los exiliados en Babilonia: “Procurad la paz de la ciudad a la cual os hice llevar cautivos, y rogad por ella a Jehová; porque en su paz tendréis vosotros paz” (Jeremías 29:7) - Aunque somos ciudadanos del cielo, estamos llamados a ser agentes de paz y reconciliación en nuestras comunidades terrenales. Esto incluye orar por las autoridades (1 Timoteo 2:1-2), buscar el bienestar común y ser instrumentos de gracia en nuestras esferas de influencia.
4. Obedecemos a Dios antes que a los hombres.
Cuando las leyes humanas entran en conflicto con la ley divina, los cristianos deben obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos 5:29). Esto no implica rebeldía innecesaria, sino una firme lealtad al Señor, incluso en el sufrimiento. Nuestra sumisión a las autoridades terrenales es condicional y siempre está subordinada a nuestra lealtad al Rey celestial. Mantener nuestra fidelidad a Dios en un mundo que lo rechaza puede traer oposición, pero es un testimonio poderoso de nuestra esperanza eterna. No podemos obedecer rectamente a los hombres si no obedecemos primeramente a Dios.
5. Nuestra nación necesita a Cristo
El mundo, con sus sistemas, valores y estructuras, está lejos de los propósitos de Dios. Sin embargo, la esperanza del evangelio es que Cristo es la única solución para la transformación de las naciones (Mateo 28:19-20). Los cristianos, como sal y luz del mundo (Mateo 5:13-14), tienen la misión de proclamar el señorío de Cristo en todas las áreas de la vida. Vivir con Cristo como Rey significa que nuestras palabras y acciones proclamen Su verdad. Oremos y trabajemos para que nuestra nación experimente el poder redentor del evangelio.
A los cristianos, nuestra ciudadanía celestial nos plantea el imperativo de vivir con un sentido de propósito eterno. Cada decisión que tomamos, cada acción que realizamos en esta tierra debe estar impregnada del anhelo de glorificar a Dios y de hacer visibles los valores del reino en este mundo.
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La frase "debajo del sol", repetida a lo largo del libro de Eclesiastés, describe la existencia humana desde una perspectiva terrenal y limitada, excluyendo a Dios del panorama. Es la vida que busca significado en las cosas temporales, que anhela satisfacción en lo creado, pero que termina frustrada por la futilidad y el vacío de todo esfuerzo separado del Creador. Este concepto nos muestra una existencia marcada por el nihilismo, la monotonía y la desesperanza, donde la plenitud y el propósito son siempre esquivos. Sin embargo, esta oscuridad apunta a la luz: en Cristo, la vida bajo el sol encuentra su redención, sentido y plenitud.
¿QUÉ ES LA VIDA "DEBAJO DEL SOL"?
1. Un desesperante vacío
"Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad." (Eclesiastés 1:2)
El Predicador expresa una verdad desconcertante: toda actividad humana, desde una perspectiva meramente terrenal, es vanidad. La palabra hebrea para "vanidad" (hevel) transmite la idea de algo pasajero, sin sustancia, como un vapor que desaparece. Sin Dios, la vida carece de propósito último, convirtiéndose en un ciclo interminable de intentos fallidos por alcanzar lo inalcanzable. Este vacío existencial es el eco de un corazón creado para algo eterno, pero atrapado en la transitoriedad.
2. Un fastidioso cansancio
"Todas las cosas son fatigosas más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír." (Eclesiastés 1:8)
El esfuerzo humano, aunque promete satisfacción, nunca logra cumplirla. El ojo que mira siempre desea más; el oído que escucha nunca se sacia. En su búsqueda insaciable de sentido, el hombre se agota, pero no encuentra alivio. Este cansancio refleja el profundo vacío espiritual que solo puede ser llenado con aquello que trasciende lo terrenal. Jesús, al ver esta sed, invitó a los cansados y cargados a venir a Él para hallar descanso (Mateo 11:28).
3. Una empresa fracasada
"No hay memoria de lo que precedió, ni tampoco de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después." (Eclesiastés 1:11)
El Predicador señala una verdad desconcertante: las obras y los logros humanos son olvidados con el paso del tiempo. Generaciones enteras nacen, viven y desaparecen, dejando pocos rastros de su existencia. Sin una conexión con lo eterno, incluso los mayores logros son como huellas en la arena, borradas por las olas de la historia. Esta empresa fallida clama por algo más duradero, algo que solo Cristo ofrece: un propósito eterno que trasciende el tiempo y la muerte.
Saciedad, descanso e inmortalidad: solamente en Cristo
En Cristo, la vida bajo el sol encuentra su redención. Él es el Pan de Vida y el Agua Viva que satisfacen el hambre y la sed de nuestras almas (Juan 6:35; 4:14). En Él, hallamos descanso verdadero, pues Su yugo es fácil y Su carga ligera (Mateo 11:28-30). Y en Él, recibimos inmortalidad y propósito eterno: "El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá" (Juan 11:25).
Cristo transforma la vanidad en propósito, el cansancio en descanso y el fracaso en victoria eterna. En Él hallamos la plenitud que nuestros corazones anhelan, la esperanza que sostiene nuestras almas y el significado eterno que trasciende la vida bajo el sol. "En tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre" (Salmo 16:11). Amén.
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El libro de Eclesiastés, atribuido a Salomón en su vejez, nos muestra el testimonio de un hombre que, a pesar de su sabiduría y riquezas, pasó por una crisis existencial profunda. Salomón buscó significado en todo lo que el mundo ofrece "debajo del sol": placeres, logros, riquezas, y conocimientos, pero descubrió que todo era "vanidad de vanidades." Esta frase, que se repite a lo largo del libro, expresa una frustración que nos confronta y desafía en nuestras propias búsquedas de propósito en un mundo temporal.
Eclesiastés es, en muchos sentidos, un espejo de la experiencia humana sin Dios. Al explorar todas las avenidas posibles de felicidad terrenal, Salomón llega a la conclusión de que nada en este mundo puede satisfacer el alma humana. Esto no es una reflexión pesimista, sino una advertencia compasiva para nosotros, hijos de Dios. La crisis existencial de Salomón nos enseña que la búsqueda de significado sin mirar más allá de este mundo inevitablemente nos lleva al vacío. "Debajo del sol" no se encuentra el sentido último de la vida, porque nuestra vida fue diseñada para encontrar propósito "sobre el sol," en el Dios eterno y en Su voluntad para nosotros.
Al final de Eclesiastés, Salomón nos deja la clave para evitar su error: "Teme a Dios y guarda Sus mandamientos" (Ecl. 12:13). En lugar de perseguir sombras pasajeras, somos llamados a volvernos a Dios y vivir en Su presencia, pues Él es la fuente de todo significado duradero. Salomón nos invita a no esperar a la vejez ni a acumular las frustraciones de una vida enfocada en lo terrenal para llegar a esta conclusión.
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Cuando el fiel cristiano entrega su último aliento, la tristeza se transforma en paz profunda, la sombra del luto cede paso a una esperanza viva, la gratitud eleva el llanto y la victoria triunfa sobre el fallecimiento. Pues morir en Cristo no es derrota ni fracaso; La TUMBA será reposo, alivio, victoria, ganancia y acceso al paraíso para quien hizo de Cristo su todo en todo.
¿Qué es la TUMBA para el cristiano?
Triunfo sobre la agonía
Para el creyente, la muerte no es el fin ni una derrota. Es el cumplimiento de la promesa de Cristo, quien venció la muerte y el pecado en la cruz, dándonos una esperanza invencible. La tumba deja de ser un lugar de derrota y se convierte en un símbolo de victoria, donde la agonía es absorbida por el triunfo del Salvador. La muerte, entonces, es el último enemigo vencido, y al dejar este mundo, el cristiano experimenta la realización de esa victoria.
Unión con Cristo
En la muerte, el creyente entra en una unión más plena y cercana con su Salvador. Si bien en esta vida estamos unidos a Cristo por fe, en la muerte esa unión se hace más tangible y gloriosa. Como lo expresó el apóstol Pablo, “Estar ausente del cuerpo es estar presente con el Señor” (2 Corintios 5:8). Esta es la recompensa última de la fe: estar para siempre en comunión con Cristo, nuestro Redentor y Rey, quien nos recibe en Su presencia eterna.
Momentánea tribulación
La muerte y el dolor que le acompaña son transitorios para el cristiano. Pablo nos enseña que "esta leve y momentánea tribulación produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria" (2 Corintios 4:17). La muerte, aunque real, es pasajera frente a la eternidad. La breve despedida de los seres amados será pronto reemplazada por una eternidad de reencuentro y comunión en Cristo.
Bienvenida al paraíso
La tumba no es un abismo de oscuridad, sino la entrada a la patria celestial. Jesús prometió a quienes le siguen: "En la casa de mi Padre muchas moradas hay; voy, pues, a preparar lugar para vosotros" (Juan 14:2). Al dejar esta vida, el cristiano entra en el gozo del Señor, en la compañía de los santos, y en el descanso prometido. Es una bienvenida amorosa, un abrazo eterno de parte de nuestro Padre.
Alivio de toda aflicción
En la presencia de Dios, "enjugará toda lágrima de sus ojos, y la muerte no existirá más" (Apocalipsis 21:4). La tumba es, en última instancia, el fin de todas las aflicciones, enfermedades y dolores. Para el cristiano, la muerte es la puerta al alivio perfecto, el momento en que el sufrimiento de este mundo termina para dar paso a la paz perfecta y eterna.
Si preguntan ¿Qué es la tumba para la cristiana grey?
Confesamos que es el Triunfo, la victoria colosal,
que es la plena Unión con Cristo, nuestro Redentor y Rey;
sólo un lapso Momentáneo mientras llega el día postrer,
es la honrosa Bienvenida al paraíso celestial
y es Alivio del sollozo y el final de todo mal
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¿DESCANSE EN PAZ?
Cuando observamos una lápida con las siglas "QEPD" (Que en paz descanse), surge una pregunta trascendental: ¿están realmente todos los fallecidos descansando en paz? Esta frase, comúnmente acompañada de la expresión "ya está en un lugar mejor," implica que todos los muertos han alcanzado una paz celestial y eterna, pero ¿es realmente así? ¿Llegar al cielo es un proceso automático tras la muerte? La Biblia, fuente de verdad, nos enseña que no todos los seres humanos acceden automáticamente a la gloria, sino que existen ciertas condiciones y verdades que Dios mismo ha establecido para la entrada a la vida eterna en el cielo. La Escritura deja claro que el camino al cielo es exclusivo y demanda ciertas realidades que describiremos a continuación:
La verdad central de la fe cristiana es que sólo se llega al cielo a través de Jesucristo. Jesús dijo: "Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí" (Juan 14:6). La fe reformada enfatiza que solo Cristo es el mediador entre Dios y los hombres, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (1 Timoteo 2:5; Juan 1:29). Sin Cristo, no existe esperanza de vida eterna, pues Él es el único medio por el cual somos reconciliados con Dios. Su sacrificio en la cruz y su resurrección son la base de nuestra esperanza de resurrección y entrada al cielo.
SOLO EN CRISTO HAY ENTRADA A LA GLORIA
El cielo no es una certeza automática para todos los fallecidos, sino una promesa reservada para aquellos que han sido redimidos por la gracia de Dios en Cristo. Entrar en la paz celestial depende de nuestra relación con Él y de haber recibido Su justicia. Así, al observar las palabras "QEPD", podemos recordar la seriedad de esta promesa y llevar la esperanza a otros en esta vida, invitándolos a conocer a Cristo, quien es el único camino hacia el descanso eterno en la presencia de Dios.
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