Episodios
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“Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero, sino que arda?” ¿A qué se refiere Jesús con el fuego? ¿Qué alcances tiene esa comparación? Es el fuego del amor, el fuego del Espíritu Santo, el fuego de su corazón. Dejemos que ese fuego realice el doble efecto del fuego material: librar de impurezas y encender. Símil apreciado por san Juan de la Cruz que nos recuerda la necesidad de la purgación para llegar a la unión de amor.
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El episodio de la tormenta en el mar de Tiberíades el Señor manifiesta su enfado cuando nota el miedo de los apóstoles, pensando que se hundirían. ¿Por qué se enfada? Porque no están convencidos de que el mismo Dios es el que va en su barca. Ejercitémonos en abrir siempre el espacio de abandono al Dios. Amor que conduce nuestra existencia y la de todos los hombres.
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¿Faltan episodios?
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El episodio de la viuda pobre que echa dos moneditas en la alcancía del Templo nos enseña que a Jesús se le gana con la generosidad: dar de lo que nos es necesario. ¿Cómo puede alguien pedirnos todo, no solo lo material, sino nuestra salud, nuestros pensamientos, nuestro tiempo? Solo quien sea Dios. ¿Sería posible relacionarnos con Dios dándole solamente una parte de nosotros? No sería Dios. Busquemos la totalidad en nuestra entrega.
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Jesús dice que quien hace la voluntad del Padre es su hermano, y su hermana y su madre. Dicho en otras palabras, la voluntad de su Padre es que seamos Él mismo. ¿Yo soy Cristo? ¿Me lo creo? ¿Ve a través de mis ojos y piensa con mis pensamientos? La gota que soy yo, que somos cada uno, se integra en el mar infinito del Ser del Verbo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no solo otro Cristo, sino el mismo Cristo.
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“Porque vio Dios la humildad de su esclava”, dice María en casa de Isabel. La humildad es asunto de ontología: Dios es el que es; nosotros, los que no somos. El principio de todo pecado tuvo origen en la soberbia; la solución, en la humildad de Dios. Intentemos descubrir el abanico de aspectos donde aparece la soberbia: vanidad, resentimientos, imaginación desbordada, fricciones en el trato, irascibilidad, etc.
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En la Visitación, María oye de su prima Isabel el elogio de su fe. Es por ello bienaventurada, y nosotros también lo somos gracias a la fe de María. Intentemos hacer de la fe nuestro modo de vida, de forma tal que incida en cada momento. Porque en Dios existimos, nos movemos y somos: no hay ni espacios ni momentos en los que no esté presente. En el mundo, decía el papa Benedicto, no hay crisis de religiones, lo que hay es crisis de Dios.
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En el paraíso terrenal, Dios mantenía un trato de familiaridad con el hombre, lo que nos lleva a vislumbrar que nuestros primeros padres estaban elevados al orden sobrenatural. La revelación plena de esta verdad, en Jesucristo, nos conmueve. Intentemos asumir tan maravillosa revelación, descubriendo las derivaciones que se siguen al sabernos hijos de Dios.
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El salmo 138 invita a dar gracias a Dios por su amor y su verdad. Es bonito que nuestra gratitud se dirija ante todo a esos atributos divinos. ¡Qué maravilla de un Dios así, en el que su cercanía nos traiga el amor y la verdad! Y después, enfoquemos también nuestra gratitud a la ininterrumpida magnificencia divina en nuestras vidas, particularmente en los bienes que nos trajo la Encarnación del Verbo.
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Una diferencia entre el sacerdote diocesano y el religioso: que este último tiene una regla (la de san Benito, la de santo Domingo, etc.), y el que no tiene reglamento necesita absolutamente la acción del Espíritu Santo. Vae soli!, dice la Escritura: no dudemos que no nos conviene andar sin la ayuda, la fortaleza, la luz del Espíritu Santo. Busquemos ser movidos desde dentro, para no ser manipulados por los objetos exteriores.
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“Señor, auméntanos la fe”. Intentemos vivir inmersos en el mundo que está más allá de lo sensible, abriendo nuestro corazón a las realidades que no podamos comprobar. La fe tiene mucho que ver con la humildad porque nos pide: acéptalo todo, sin comprobar nada. Vivir inmersos, como el pez en el océano. “No abras la boca sino el corazón”, decía san Agustín, y también: “Fe es creer lo que no ves, la recompensa es ver lo que crees”.
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El día del Señor tenemos, sí, el deber de darle culto con la participación en la Santa Misa, pero sobre todo la dicha, el honor, la gran felicidad de poder estar presentes en el mismo Sacrificio de Jesús. ¿Cómo vivirla mejor? Las respuestas serían interminables. Pensemos en la del padre Pío: “Para mí la Misa es un encuentro con Cristo”. ¿Lo es también para mí?
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Hoy vuelve a cumplirse la profecía de María en casa de Isabel, porque también nosotros la llamamos bienaventurada. Y ahora por un corazón lleno de gracia, que nos alienta para llegar siempre más alto. Ella es la misma bondad, y por eso nos mira sonriendo. En Lourdes, la sonrisa de María fue la respuesta a la pregunta de Bernadette sobre su nombre. Fue algo así como la puerta de acceso al misterio. Descansemos en ese corazón inmaculado que nos recibe con una sonrisa.
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Si es posible hacer, en lo humano, trasplantes de corazones, busquemos hacerlo también en el divino. “Dame, hijo mío, tu corazón y pon tus ojos en mis caminos”. San Pablo invita a tener en nuestro corazón los mismos sentimientos del Corazón de Jesús. En la historia de la Iglesia han ocurrido fenómenos místicos en los que Jesús cambia su Corazón por las de santas. Santa Lutdegarda, santa Matilde, santa Catalina de Siena…
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Haurietis aquas, dice el capítulo 12 del profeta Isaías: “Sacaréis aguas”. ¿Qué significa? Significa ir a beber en el agua que mana del Corazón herido del Crucificado. Vayamos también a beber a esa fuente porque de ahí brota todo el amor humano y divino del Salvador. La secularización del amor consiste en separar el amor humano de lo divino, y nuestro peligro es amar a Dios con amor frío, como el sol de invierno. No separar el amor de eros del amor de ágape en el trato con Jesús.
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Hay triduos, novenarios, decenarios… y Octavas. Las Octavas, como las de Pascua y Navidad, se celebran después de la Solemnidad respectiva. Queremos hacerlo ahora para permitir que las gracias eucarísticas nos aneguen durante estos ocho días. Hagámoslo con la conciencia del Corazón que late en el Sagrario.
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Los personajes del evangelio son históricos, pero también son estados del alma. Todos somos Zaqueo en nuestro deseo de ver a Jesús, y lo hospedamos en nuestra casa. Para eso requerimos humildad: busquemos detectar el orgullo sutil y tenaz que se enrosca en nuestra alma. Nos servirá meditar y repetir la “Letanía de la humildad”.
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“Huye del triste amor, amor pacato…”. Esta poesía de Antonio Machado puede darnos tema para nuestra oración. Porque el amor triste, el amor pacato, es el amor que se queda a medias, que no llega a la totalidad. Es triste que eso suceda en el amor humano, y más triste en el divino. Es la tibieza, que trae consigo infelicidad. Nos precavemos de ella con la contemplación y la oración de escucha.
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La Humanidad Santísima de Jesús es el camino para ir al Padre. Y resulta digno de admiración que las dos principales solemnidades referentes a la Humanidad Santísima las solicitó el mismo Jesús: la del Corpus Christi en el siglo XIII y la del Sagrado Corazón en el siglo XVII. Y se celebran, además, con ocho días de intervalo. Como si Jesús nos quisiera hacer ver que en la Eucaristía está su Corazón, y que estamos invitados a meternos en su Yo profundo en cada comunión, en cada adoración, en cada sagrario.
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En las indagaciones policíacas solía emplearse la técnica del “retrato hablado” para lograr describir la fisonomía del sospechoso. ¿Podríamos hacer un retrato hablado del modo de ser de Jesús? Ya lo hizo Él, pues en las Bienaventuranzas encontramos ante todo su personalidad. Busquémoslas como una manera segura de imitar a Jesús. Pensemos, por ejemplo, si nos consideramos bienaventurados al intentar vivir pobremente.
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Recorriendo los caminos de Palestina con Jesús en su seno, María realiza la primera procesión del Corpus de la historia. En su fiat, Ella inaugura la fe eucarística, aquella que tendríamos nosotros al comulgar: la presencia del Cuerpo de Cristo en las entrañas. De manera que nuestro Amén al comulgar es equivalente a su fiat, enseña san Juan Pablo II. Y nosotros, como Isabel, le decimos que no somos dignos. Y es verdad: que no nos acostumbremos a la Eucaristía.
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