Episodit
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La liturgia de la Iglesia es un lugar teológico, es decir, que en ella encontramos refuerzo para nuestra fe y nuestra unión con Dios. Admira ver el cariño con que el Misal Romano celebra a Nuestra Señora: ocho misas en el común, además de las de los tiempos fuertes. Si leemos algunas antífonas de entrada, nos encontramos retratados en ellas. Porque María es “el icono purísimo de la Iglesia”, aquella que Dios ha creado para mostrarnos cuál es su plan de santificación.
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Es Jesús el que espera a la mujer que fue a buscar agua. Imagen de nuestra oración: es el Señor quien nos ansía para unirse a nosotros en la contemplación. Él es el amor que busca correspondencia, un amor potenciado al infinito. Nuestra vida de amor es una respuesta al Amor. Aunque no sea nuestro amor sensiblemente sumo, debe ser apreciativamente sumo.
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Puuttuva jakso?
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Un día como hoy de 1975 se cumplió el anhelo de san Josemaría: contemplar el Rostro de Cristo. Intuía cercana su marcha de este mundo, y así como nos dio ejemplo de vida nos dio también ejemplo para afrontar ese tránsito: con la ilusión del enamorado. “No deis importancia más que a las cosas de Dios, todo lo demás pasa deprisa, corriendo”. Crecer cada día en el amor; así podremos entrar directamente al paraíso.
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El Catecismo de la Iglesia Católica da lineamientos sobre la catequesis: dice que debe ser del Espíritu Santo, de la gracia, de las bienaventuranzas… Dice también que no existe otro camino para ser feliz más que el indicado por Jesús en el Sermón de la Montaña. Se nos va la vida, por tanto, en vivir de acuerdo con esas reglas. Meditemos brevemente en una de ellas: la que se refiere a los que lloran, porque ellos serán consolados.
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Seis meses después de la Navidad celebramos el nacimiento de san Juan Bautista. “No ha habido hombre nacido de mujer mayor que Juan el Bautista”, dijo Jesús. Es, por tanto, un referente muy importante para nuestra vida cristiana. Es precursor: adelanta la llegada de Cristo. Es nuestra misma tarea: hacer presente a Jesús con nuestra propia persona. “Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo”, pedía el beato Álvaro. Es esa también nuestra ilusión: que nos cambiemos en Cristo para hacerlo presente.
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Lo que la Iglesia reza es lo que la Iglesia cree. Lex orandi, lex credendi. Si a María le decimos “Puerta del Cielo” es porque creemos que gracias a Ella podemos entrar al Cielo. Y creemos también que es Puerta del Cielo porque nos consigue las gracias para que entremos ahí. Por eso creemos también que es la Madre de la Esperanza, porque María inflama nuestra seguridad de estar un día ahí con Ella.
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Al profundizar en el conocimiento y el amor de nuestro Señor Jesucristo advertimos que Él desea que lo consideremos nuestro Buen Pastor. Un Pastor tan bueno que conoce a sus ovejas y ellas lo conocen a Él. Más que su doctrina, se trata de lograr el conocimiento de la persona del Señor. Procuremos una imagen más certera sobre Jesús: Él no puede vivir sin sus ovejas, conduciéndonos hacia fuentes tranquilas y deseando que vivamos en su casa para siempre.
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Jesús pensó para nosotros una manera permanente de la seguridad de su presencia y de la fuerza para que no decaigamos en el camino. Instituye el prodigio de la Eucaristía, y nosotros estamos invitados a realzar siempre el enorme prodigio. Con nuestras delicadezas externas y con nuestras ansias de comulgar.
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Acompañamos a Jesús en el viaje de Galilea a Judea, donde sabe que será crucificado. Empleamos para ello nuestra imaginación, facultad que Dios nos ha dado (como nos ha dado todo) para que nos lleve a Él. “Ten sujeta la imaginación, vive dentro de ti y estarás más cerca del cielo”, leemos en Forja. Ejercitémonos en el buen empleo de esta facultad, porque nos hará experimentar la alegría de los encuentros con Jesús.
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“Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero, sino que arda?” ¿A qué se refiere Jesús con el fuego? ¿Qué alcances tiene esa comparación? Es el fuego del amor, el fuego del Espíritu Santo, el fuego de su corazón. Dejemos que ese fuego realice el doble efecto del fuego material: librar de impurezas y encender. Símil apreciado por san Juan de la Cruz que nos recuerda la necesidad de la purgación para llegar a la unión de amor.
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El episodio de la tormenta en el mar de Tiberíades el Señor manifiesta su enfado cuando nota el miedo de los apóstoles, pensando que se hundirían. ¿Por qué se enfada? Porque no están convencidos de que el mismo Dios es el que va en su barca. Ejercitémonos en abrir siempre el espacio de abandono al Dios. Amor que conduce nuestra existencia y la de todos los hombres.
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El episodio de la viuda pobre que echa dos moneditas en la alcancía del Templo nos enseña que a Jesús se le gana con la generosidad: dar de lo que nos es necesario. ¿Cómo puede alguien pedirnos todo, no solo lo material, sino nuestra salud, nuestros pensamientos, nuestro tiempo? Solo quien sea Dios. ¿Sería posible relacionarnos con Dios dándole solamente una parte de nosotros? No sería Dios. Busquemos la totalidad en nuestra entrega.
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Jesús dice que quien hace la voluntad del Padre es su hermano, y su hermana y su madre. Dicho en otras palabras, la voluntad de su Padre es que seamos Él mismo. ¿Yo soy Cristo? ¿Me lo creo? ¿Ve a través de mis ojos y piensa con mis pensamientos? La gota que soy yo, que somos cada uno, se integra en el mar infinito del Ser del Verbo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no solo otro Cristo, sino el mismo Cristo.
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“Porque vio Dios la humildad de su esclava”, dice María en casa de Isabel. La humildad es asunto de ontología: Dios es el que es; nosotros, los que no somos. El principio de todo pecado tuvo origen en la soberbia; la solución, en la humildad de Dios. Intentemos descubrir el abanico de aspectos donde aparece la soberbia: vanidad, resentimientos, imaginación desbordada, fricciones en el trato, irascibilidad, etc.
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En la Visitación, María oye de su prima Isabel el elogio de su fe. Es por ello bienaventurada, y nosotros también lo somos gracias a la fe de María. Intentemos hacer de la fe nuestro modo de vida, de forma tal que incida en cada momento. Porque en Dios existimos, nos movemos y somos: no hay ni espacios ni momentos en los que no esté presente. En el mundo, decía el papa Benedicto, no hay crisis de religiones, lo que hay es crisis de Dios.
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En el paraíso terrenal, Dios mantenía un trato de familiaridad con el hombre, lo que nos lleva a vislumbrar que nuestros primeros padres estaban elevados al orden sobrenatural. La revelación plena de esta verdad, en Jesucristo, nos conmueve. Intentemos asumir tan maravillosa revelación, descubriendo las derivaciones que se siguen al sabernos hijos de Dios.
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El salmo 138 invita a dar gracias a Dios por su amor y su verdad. Es bonito que nuestra gratitud se dirija ante todo a esos atributos divinos. ¡Qué maravilla de un Dios así, en el que su cercanía nos traiga el amor y la verdad! Y después, enfoquemos también nuestra gratitud a la ininterrumpida magnificencia divina en nuestras vidas, particularmente en los bienes que nos trajo la Encarnación del Verbo.
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Una diferencia entre el sacerdote diocesano y el religioso: que este último tiene una regla (la de san Benito, la de santo Domingo, etc.), y el que no tiene reglamento necesita absolutamente la acción del Espíritu Santo. Vae soli!, dice la Escritura: no dudemos que no nos conviene andar sin la ayuda, la fortaleza, la luz del Espíritu Santo. Busquemos ser movidos desde dentro, para no ser manipulados por los objetos exteriores.
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“Señor, auméntanos la fe”. Intentemos vivir inmersos en el mundo que está más allá de lo sensible, abriendo nuestro corazón a las realidades que no podamos comprobar. La fe tiene mucho que ver con la humildad porque nos pide: acéptalo todo, sin comprobar nada. Vivir inmersos, como el pez en el océano. “No abras la boca sino el corazón”, decía san Agustín, y también: “Fe es creer lo que no ves, la recompensa es ver lo que crees”.
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El día del Señor tenemos, sí, el deber de darle culto con la participación en la Santa Misa, pero sobre todo la dicha, el honor, la gran felicidad de poder estar presentes en el mismo Sacrificio de Jesús. ¿Cómo vivirla mejor? Las respuestas serían interminables. Pensemos en la del padre Pío: “Para mí la Misa es un encuentro con Cristo”. ¿Lo es también para mí?
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