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Camino por las calles del Downtown en Nueva York, cerca del embarcadero de los barcos con destino a Brooklyn, Staten Island e Isla del Gobernador, con la Estatua de la Libertad incluida en el billete. Unos 12 millones de emigrantes de todo el mundo desembarcaron justo aquí enfrente, en Ellis Island, la isla de Ellis, entre 1892 y 1954. Me muevo por la punta meridional de la isla de Manhattan, el corazón financiero del mundo, en busca de la memoria de los dos anarquistas italianos Bartolomeo Sacco y Nicola Vanzetti, víctimas, a final de los años 20 del siglo pasado, de una antigua caza de brujas en contra de los inmigrantes.
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Entre 1869 y 1914, la población argentina cuadruplicó, pasando de casi dos millones de habitantes a cerca de ocho. El 30% de ellos, en 1914, había nacido en el extranjero. En Buenos Aires, la proporción era aún mayor: Uno de cada dos habitantes era extranjero.
Camino por las calles de la ciudad visitando algunas de las antiguas comunidades de inmigrados italianos para tratar entender mejor como el estado argentino gestionó la cuestión migratoria a lo largo de cien años de su historia.
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Camino por los “caruggi”, los característicos y estrechos callejones sombríos de Génova, uno de los antiguos principales puertos de salida rumbo a las Américas para millones de emigrados. Me imagino subir a un vapor transatlántico en 1909 y después de casi dos semanas de navegación, desembarcar en Buenos Aires. Visito lo que queda de ambos puertos, convertidos en gran medida en un parque de diversión para turistas, buscando las historias de algunas familias emigrantes del siglo pasado. Llego al Hotel de Inmigrantes, activo hasta 1953, desde hace diez años convertido en sede del Museo de la Inmigración.
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Cruzo la frontera entre España y Portugal, en coche, para visitar los antiguos barrios árabes de Alfama y Mouraria de Lisboa, el corazón más profundo, ecléctico y original de la presencia musulmana en Portugal. Me acompañan la lectura de las páginas de Fernando Pessoa, las películas de Wim Wenders, el sonido del fado y las canciones del mar. Hago una escala en el puerto de la ciudad donde nací; Cagliari, en Cerdeña, una isla en el centro del Mediterráneo que, en los años 60, todavía muchos considerada el “último far west” de Italia.
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Continúo mi viaje por mar, de Levante a Ponente, imaginando desembarcar en ciudades como Esmirna, Alejandría y Beirut, acompañado por la lectura de “Levante” (Philip Mansel) y “Océanos sin ley” (Ian Urbina) y los relatos y las memorias de mi abuelo, marinero, que trabajaba como señalador en los buques de guerra de la Marina italiana durante la Segunda Guerra Mundial.
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Desembarco en el Pireo, el puerto de Atenas, para buscar los rasgos y la memoria de una historia que empieza el 24 de julio de 1923, hace justamente un siglo, con la firma del Tratado de Lausana. Acuerdos con los que la comunidad internacional legitimaba el primer gran éxodo de la historia moderna. Un millón y medio fueron los cristianos de habla griega que de Anatolia y Tracia fueron repatriados a Grecia. 500 mil, en cambio, fueron los griegos de confesión islámica trasladados al nuevo Estado turco, nacido del desmembramiento del Imperio Otomano tras el final de la Primera Guerra Mundial.
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Empiezo mi viaje en Estambul, el cuarto lugar más sagrado del islam, después de La Meca, Medina y Jerusalén y continuo con rumbo a Salónica «la ciudad de los espíritus» lugares únicos en la historia de las relaciones entre oriente y occidente, entre el mundo romano, griego bizantino, cristiano ortodoxo, judío y musulmán. Quiero conocer la ruta de los Balcanes, occidentales lugar de tránsito y corredor clave para los migrantes que proceden a Europa de Oriente Medio, Asia y África.
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