Episoder
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La ultima encuesta del IEP de mayo 2024 muestran porcentajes históricos de aprobación y desaprobación de la presidenta de la república
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En pocas palabras, la baja legitimidad es la poca capacidad de las autoridades para convencer y producir obediencia convencida. Cuando se contrastan las opiniones de la gente con las percepciones del Gobierno hay una diferencia enorme que, justamente, provoca el mayor enfrentamiento. Y no se percibe que las élites busquen salidas políticas urgentes, pues el discurso gubernamental y el desempeño de los congresistas no hace sino recalentar el ambiente, resentir los ánimos y atizar más el conflicto. Podrán quedarse todos, pero los problemas también.
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Los parlamentarios no tienen ningún incentivo para votar por adelanto de elecciones. Y si tampoco hay reelección -que siempre abre una posibilidad de mantenerse- ni compensación a sus proyecciones económicas hasta julio del 2026, los desincentivos son mayúsculos, pues perderían ingresos estatus, beneficios no económicos y cuotas de poder cuando no representación de intereses mercantilistas o mafiosos. Si ha eso se agrega que estamos al frente de un parlamento fraccionado en más de una docena de bancadas, la posibilidad de llegar a acuerdos para alcanzar votaciones altas, es baja.
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¿Qué podría pasar si no hay adelanto ni renuncia? El deterioro de la vida pública se extenderá, los conflictos abrirán nuevos flancos y formas, el impacto en la economía adquirirá bríos y la inestabilidad y el radicalismo crecerán. Si esto se descontrola no habrá canal que se resista. Al cortar las salidas institucionales se abren los causes del desgobierno y no se debería descartar una presencia más activa de los militares en el poder. La renuncia no es una humillación, no otorga el triunfo a los marchantes y menos al “terrorismo”. La presidenta no tiene por que temer, salvo la cárcel, como varios de sus predecesores. No es poca cosa, como tampoco su persistencia en el poder.
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Los pocos acuerdos democráticos que se establecieron a inicios de siglo están casi rotos. Los extremos de izquierda y derecha no ven otra cosa que la desaprobación de los que no son iguales. Pocos momentos en la historia peruana han concentrado todos los condimentos para asfixiar la convivencia social. Por lo que el Congreso debe aceptar que el país no da más y necesita con urgencia una fecha cierta de elecciones y cambio de mando. Es una salida constitucional y política, con un mensaje potente que permitirá descomprimir la explosión social, cuyos costos son lamentablemente altos. Lo único que se necesita es voluntad política, que, como vemos a diario, es lo que más escasea.
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No hay ningún un escenario promisorio. Con un adelanto de elecciones estaríamos eligiendo representantes que nacen de reglas no reformadas. Estaremos pagando lo mal hecho y lo que no se quiso hacer, pero las elecciones son siempre una oportunidad, por lo menos para no seguir hundiéndonos con la doloroso entierro de más muertos.
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El adelanto de elecciones -a través del fin del mandato anticipado tanto del Ejecutivo como del Parlamento- no fue el resultado de una mirada serena de la terrible coyuntura actual, y que requiere ser canalizada institucionalmente, ni menos como un acto de “desprendimiento” o “sacrificio”. Muy por el contrario, hasta antes del 7 de diciembre, fecha del golpe de Estado, las propuestas de adelanto de elecciones presentados por las congresistas Susel Paredes y Digna Calle se encontraban congeladas. Es a través de un hecho externo, la violenta explosión social, que se conecta con dicha consigna que el Congreso, a regañadientes, aprueba el adelanto de elecciones para abril del 2024.
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¿Por qué persistir en reformas políticas y colocarlas como condición para la realización de elecciones? En realidad, es mejor aprobarlas y tener un tiempo de ajustes y maduración que no tenerlas. Si no se hubieran aprobado algunas reformas estaríamos peor. Abren siempre una oportunidad, por lo que se debe aprovechar, manteniéndola y complementándola. Por lo tanto, no se debe alimentar falsas expectativas. Una cosa es tratar de trazar el norte y otra asegurar que llegamos en un solo paso
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El adelanto de las elecciones exige sacrificar aquello que era pensado para una mejora de la representación política que, si bien no la garantiza en sus efectos inmediatos, encamina, conduce a una mejor vida política en el correr del tiempo. En estas condiciones de disconformidad para casi todos, sería conveniente que esta elección permita solo completar el mandato hasta el 2026. No hay salida perfecta. Esta no lo es, pero al menos el siguiente año un proceso electoral nos entregue una nueva oportunidad.
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El gobierno de Dina Boluarte, ya de por sí débil, tiene entonces que lidiar con un Parlamento inconfiable, con un gabinete con agujeros y, sobre todo, saber aplacar las manifestaciones, cuya dinámica está trepando con ira. Y si no hay un manejo adecuado, puede convertirse en el centro de los ataques, con lo que su tiempo regresivo empezará.
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A la falta de compromiso con la democracia y con un nefasto diseño institucional se agregan ahora modificaciones inconstitucionales, prácticas torcidas de las normas que nos están dejando desafortunados antecedentes que nos pasarán facturas en el futuro cercano. Se hace imperioso precisar que la vacancia por permanente incapacidad “moral” se refiera a psíquica, incorporar la clara figura de juicio político al presidente de la república por causales de corrupción, así como repensar y reformar nuestro diseño institucional que no canaliza el conflicto, sino lo ahonda. Lo que tenemos, pues, es esta suerte de parlamentarismo criollo.
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El tema de fondo para los futuros presidentes es que, sino tienen mayoría como en el último quinquenio, con una cuestión de confianza acotada e interpretada por el Parlamento como es ahora, se tendría gobiernos maniatados. A final de cuentas gobiernos sin poder gobernar. En cualquier parte eso se llama, simple y llanamente, desequilibrio de poderes. Una reforma debe modificar esta situación de hecho, no necesariamente para regresar a la fase anterior, sino repensar qué diseño nos permite canalizar el conflicto y limitar el poder. Esta no es la única tarea pendiente, pero vaya que es importante.
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En los 15 meses de su mandato Pedro Castillo ha aprendiendo mucho. Lástima que no a gobernar, sino a cómo enfrentarse a la oposición usando todos los recursos, incluidos los vedados. Ya no estamos delante de un presidente huidizo y hasta temeroso, un presidente que se escondía bajo su sombrero y de la luz pública como sus redes más cercanas que asaltaban las arcas del Estado, sin iniciativa política frente a sus opositores, solícito ante los suyos y condescendiente ante su vehículo electoral, Perú Libre. Ahora es activo, inquisidor y amenazante.
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En ambos lados de la vereda vemos políticos advenedizos que saben que la oportunidad que les ofrece un sistema político con tantas grietas permite que para alcanzar la representación no se requiera haber hecho carrera política, sino una cierta influencia en cualquier campo de la vida, incluida la ilegal. Un país con tanta informalidad, no podía tener una representación de signo contrario.
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Con una izquierda y una derecha que no producen ideas, es difícil que la política no sea como la que vemos y rechazamos. Ninguno es superior al otro. Si los ciudadanos deben involucrarse más en los asuntos públicos, los políticos deben hacer política de ideas. Si no, nos resignaremos a ver a un presidente y a un Congreso, reproduciéndose tanto como su mediocridad.
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En el 2020, gracias a la campaña de desinformación, millones de norteamericanos creyeron –como un acto de fe donde la evidencia no importaba– que Joe Biden no había triunfado, sino Donald Trump, a quien le arrebataban el triunfo y se le impedía seguir gobernando. Todo ello a partir de una compleja y sutil conspiración contra él. El impacto generó rechazo hacia los resultados, manifestándose en niveles de violencia nunca antes vistos, que llegó a su expresión más alta en el asalto al Capitolio.
En nuestro país, hasta las elecciones del 2021, nunca en toda la historia de la República se había desarrollado un operativo de desprestigio –de un proceso electoral, de los organismos electorales y de quienes cuestionaban esos argumentos–, contando con la venia de muchos medios de comunicación, que ofrecían una cobertura sin mínimos filtros. Desconocer el resultado sobre las bases de la desinformación, ha desprestigiado las elecciones y ha dañado muestro sistema democrático. Lastimosamente, para muchos, el fin justifica los medios.
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La crítica situación por la que pasa el gobierno de Pedro Castillo parece insostenible. El tema es que la salida de Castillo no resolverá el serio problema que hunde sus raíces desde hace décadas y que el último quinquenio se exacerbó de manera pronunciada. El actual presidente lo hereda y lo empeora con las peores prácticas posibles. Es hijo de las circunstancias, de las estructuras sociales y económicas quebradas y de un edificio institucional malformado e ineficaz. Tenemos reglas de juego que incentivan a los aventureros y ahuyentan a los que desean una mejor política representativa.
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Si la inestabilidad, la ingobernabilidad y la carencia de políticas públicas duraderas no han resuelto los problemas del país ¿Se debe a que el presidencialismo no ha funcionado o es por nuestro modelo de presidencialismo parlamentarizado? Si esto último es cierto, habría que modificarlo. Pero ¿se puede modificar con los partidos informales y altamente personalizados que tenemos? ¿Se puede lograr con las élites políticas que creen que la democracia es el sistema de normas solo cuando les conviene? ¿Hay que esperar entonces que todo cambie para hacer los cambios? Si eso es así, entonces lo único permanente será nuestra inestabilidad.
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Hoy los partidos nacionales y los movimientos regionales son, sobre todo, vehículos electorales, donde llegada a la estación electoral todos se bajan y, a la siguiente, varios se suben a otras organizaciones. Es el mejor escenario para el acceso de políticos aventureros y mafiosos que han poblado listas en cada elección. Con este panorama, no se podía esperar algo distinto el 2 de octubre. Así fue.
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Lo que muestra el mapa de los resultados de la representación peruana es la tremenda diferenciación entre la que proviene de Lima y el resto del país. Lima no es la muestra representativa nacional, como ocurría hasta la década de los ochenta. Esto es parte de la extrema fragilidad de los partidos políticos nacionales, que son incapaces de articular y canalizar intereses en regiones y provincias, siendo desplazados, nuevamente, por movimientos regionales que reproducen, sin embargo, los mismos problemas que los partidos: frágiles y personalistas, convirtiéndose solo en vehículos electorales. Y es que, con casi la misma oferta y las mismas reglas, no podía salir algo distinto.
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