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Jesús curaba toda enfermedad y toda dolencia. ¿Por qué ahora ya no actúa así? Si, a pesar de que lo pedimos con fe y perseverancia la salud de alguien, ¿por qué no se la devuelve? Porque quiere curar lo principal del hombre: su alma. Y porque, desde su crucifixión, la enfermedad y el dolor tienen un valor redentor. Él es el Médico y la medicina para nuestro mal principal: la ego-patía.
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En la Solemnidad de la Santísima Trinidad agradecemos a Jesús esta revelación. Nos hace conocer que Dios es Amor. Y como esa es su esencia, nada puede proceder de Él que no sea puro y solo amor. Tendré que corregir mis concepciones erróneas de Dios, para intentar comprenderlo así, e intentar comprender toda la realidad como manifestación de su amor.
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Muy agradecidos hemos de estar a Dios que nos ha hecho conocer el misterio de su vida íntima. Sin la revelación sobrenatural nunca hubiéramos alcanzado tal conocimiento. Dios es amor, y no amor cerrado en Sí mismo sino dirigido a Otro: cada Persona divina volcada en Otra. Siendo nosotros imagen y semejanza de Dios, siendo personas, estamos invitados a vivir siempre en el amor.
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El Señor nos ha contratado para trabajar en su viña. Él ama mucho su viña, tanto que da su vida por ella. Nos ha convocado para tan alta tarea: comunicar lo divino. Lo podremos lograr solo si tenemos lo divino, lo santo. De manera que primero hemos de santificarnos para luego poder santificar. La eficacia de nuestro apostolado depende de nuestra unión vital con Cristo.
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San Pablo nos habla constantemente de la presencia de Jesús en nuestra vida. Pero no como una presencia meramente extrínseca, sino que “nuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. Y es que si estamos escondidos en Cristo es porque estamos unidos a Él, que vino a traernos su vida en abundancia. La unión con Cristo supera toda unidad que alcancemos a representar con cualquier símbolo. Cristo es más yo que yo mismo.
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Lo importante es lograr el conocimiento del Señor Jesucristo. Y las personas solo se conocen personalmente, en los encuentros en los que advierte sus gestos y sus palabras. Jesús es, en su vida terrena, perfectamente coherente: no pide nada que Él no viva, a diferencia de los escribas y fariseos. Dice que seamos humildes y da ejemplo de esa virtud. Pide vigilar y orar, y Él se levantaba de madrugada. Se nos abren panoramas cuando unamos, a sus palabras, sus acciones.
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“¿Por qué el ser y no la nada?” se preguntan los filósofos existencialistas. En algún momento también nosotros nos podemos sentir desconcertados: ¿por qué todo? ¿Qué sentido tiene que estemos aquí? Y volvemos la vista a Dios que nos dice: fíjense en mi esencia. Los hice para la unión amorosa Conmigo. Vive amando, no pierdas el tiempo haciendo otra cosa. Personaliza, llega al corazón y practica esta forma de vivir como el arte de amar.
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¿Hacernos como niños para entrar en el Reino de los Cielos? ¿Qué derivaciones tiene esta invitación del Señor? Quizá la consideración de nuestra nada frente al todo de Dios. Y, de ahí, el abandono confiado. Y esto en cualquier época de la vida, aunque quizá en la vejez, en la que se repiten características de la niñez (como la indefensión), se haga más necesario. La infancia espiritual es ejercicio de virtudes teologales. Dios esperará de nosotros la sencillez y el cariño del niño.
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¿Cuál es nuestra mayor necesidad? ¿Y de la Iglesia, y de la humanidad? Sin duda el Espíritu Santo, la infusión en nuestras almas, instituciones y países del Espíritu de Dios. Él nos sitúa en el mismo ritmo de la vida divina, que es vida de amor. San Efrén el Sirio comparaba la preparación del alma ante la llegada del Espíritu Santo con las antorchas dispuestas a ser encendidas, como los marineros atentos a la voz del capitán, como los agricultores preparados para sembrar.
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“El Espíritu Santo ruega conforme a la voluntad de Dios por los que le pertenecen”, dice san Pablo en la carta a los Romanos. Nosotros queremos pertenecer plenamente a Dios, y ahora deseamos hacerlo consagrándonos al Espíritu Santo. No queremos ser huesos secos, sino seres vivificados; sin el Espíritu Santo, Dios se convierte en un ser lejano, Cristo en un recuerdo del pasado, la Palabra de Dios en letra muerte. Con Él, todo vive.
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Camino de Emaús, Cleofás y su compañero reconocen a Jesús al partir el pan. La razón primordial del ser sacerdotal es la Eucaristía. Toda puesta en práctica de los planes pastorales ha de sacar su fuerza del Santísimo Sacramento. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia? La eficacia de una vida apostólica depende de la difusión del culto eucarístico.
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Jesús se retiraba a lugares apartados y hacía oración. ¿Por qué apartados? Para meterse en el silencio. Solo ahí, en el silencio, somos verdaderamente nosotros mismos. Y es en medio del silencio donde percibimos la voz de Dios. Un alma que no tiene silencio es como una ciudad sin protección, acosada por ladrones. Guardando silencio podremos oír el rumor de los ángeles.
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Cuando Jesús les anunció a sus Apóstoles que se iría, el corazón de ellos “se llenó de tristeza”. Pero les asegura que conviene que así suceda. Porque enviará a alguien que supera toda capacidad de imaginación: una Persona que es Espíritu Puro, que será “otro” Consolador, que vivirá en ellos. El Espíritu de Amor, que nos invita a ser dóciles a su acción. Es la clave para ser santos: esperar la luz y la moción ahí, en el “alma de nuestra alma”, donde Él reside.
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En Pentecostés, el Espíritu Santo se comunica en forma de lenguas de fuego. Imagen muy expresiva, pues el fuego es resplandeciente y, por eso, el primer fruto del Espíritu de Dios es precisamente, un fuego de Amor. “Hazlo todo por Amor”, porque entonces serás movido por el Espíritu Santo. No como emoción pasajera, sino como fuego de permanencia, quemando lo más profundo de nuestro ser. Los antiguos pensaban que el fuego era una cosa divina y, si lo entendemos como el Espíritu Santo, es, efectivamente, divino.
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Gran alegría por esta misericordia del Cielo: María viene en Fátima a pedirnos penitencia, desagravio, oración por los pecadores. Es una madre preocupada por sus hijos, desvelando secretos celestiales para mover a la conversión. Sus apariciones en Fátima nos recuerdan también la escatología, y nos manifiestan el triunfo de su Corazón Inmaculado. Consagrémonos a Ella y, con nosotros, al mundo entero.
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La Ascensión no es simplemente un eslabón entre Pascua y Pentecostés. Es un misterio en sí, que afecta a la Trinidad y a nosotros. La Trinidad acoge la Santísima Humanidad de Cristo y Él, al introducir carne y espíritu humanos en la Trinidad, nos revela nuestro destino. Tomemos en serio la Ascensión: es un acontecimiento muy relacionado con nuestro destino eterno, al poner de manifiesto la importancia de la parte corpórea del ser humano.
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San Ambrosio pide que el alma de María esté en cada uno para alabar a Dios. Un anhelo maravilloso para todos, especialmente para los sacerdotes. El Sumo y Eterno sacerdote lo es precisamente por haber sido engendrado en el vientre de María. Y Ella también lo educa. En María encontramos todos los ideales: madre, enamorada, compañera, amiga, consejera… En el Calvario, Jesús encarga a su Madre a uno que el día anterior había sido ordenado como sacerdote.
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María es nuestra guía en todo, también en la manera de responder al Espíritu Santo y de enriquecerse con sus dones. En Ella encontramos el don de temor de Dios al reconocer en el Magníficat la soberanía de Dios, el don de piedad para llevar un trato de confiada familiaridad con Dios, el de ciencia, para descubrir en las cosas y en los acontecimientos el querer divino... Ella es el Vaso de verdadera devoción, el Vaso de la divina gracia, el vaso que contiene los tesoros del Espíritu.
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Como las vidrieras de una catedral, los santos son aquellos que permiten que pase a través de ellos la luz y el calor del Espíritu Santo. No son nuestras fuerzas o capacidades las que nos santifican, sino la acción del Dador de vida divina. Lo tenemos como Huésped desde el bautizo y corremos el riesgo de que pase inadvertido. Agradecerle su presencia, disponiéndonos a secundarlo mejor.
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Somos seres indigentes, incapaces de casi todo. Hemos de aprender a pedir a Quien es infinitamente poderoso y muy deseoso de otorgarnos sus dones. Pero pidamos ante todo aquello que le interesa a Él. De ahí que, en el Padrenuestro, roguemos ante todo por la gloria del Nombre de Dios, por el establecimiento de su Reino y por el cumplimiento de su voluntad. Recuperemos la oración dominical, restableciéndola en todo su relieve.
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