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Estas crisis mundiales son crisis de santos. Busquemos en san José un modelo de santidad: es llamado “justo” en el Evangelio y tuvo una vida de gran intimidad y confianza con Jesús y María, como debe ser la nuestra. Aprendamos de él detalles de finura espiritual, comenzando por “poner atención” en las cosas de Dios.
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En las reacciones de Pedro vemos reflejada muchas veces nuestra propia situación personal. Su impulsividad y sus miedos nos hacen comprender que, también nosotros, en cuanto perdemos el contacto con Jesús, comenzamos a hundirnos. ¿Estamos aprovechando, por ejemplo, los crucifijos? ¿Miramos mucho a los sagrarios? ¿Encontramos su Rostro en la oración contemplativa?
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San Josemaría escribió en sus Apuntes íntimos: “…me di cuenta que en las cuartillas nombradas se ha denominado así. Y ese nombre (¡¡¡la Obra de Dios!!!) me parece un atrevimiento, una audacia…”. Ojalá podamos decir nosotros que nuestra alma es Obra de Dios, porque está viviendo cada vez más la vida de Cristo, la vida de la gracia, que es vida divina.
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Los milagros de Cristo no se restringen a la necesidad que resuelven, sino que son sobre todo signos que apuntan a una revelación ulterior. La multiplicación de los panes, que antecede a la promesa de la Eucaristía, hace ver cómo Jesús fue preparando el ánimo de sus oyentes para hacerlos más capaces de aceptar el milagro mayor de la Transustanciación. Este gran milagro es, al decir de san Juan Pablo II, el dogma que más pone en cuestionamiento nuestra fe.
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La maravilla de la oración se revela junto al pozo, porque ahí Jesús nos pide de beber. Quizá deberíamos hacer una reprogramación de nuestra forma de entender a Dios. Vamos a Él buscando recibir, cuando lo que realmente ansía es que le demos. Su sed procede de las profundidades de Dios, porque Él, es su esencia, es amor. Busquemos actuar siempre según su beneplácito.
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En Lourdes, el Cielo se abre. Y nos manifiesta a una Madre preocupada por sus hijos, que viene a darles salud y vida. Porque Ella no es solo motivo de piedad afectiva, sino que en Ella se une Dios con la humanidad. Y todo en la Iglesia debe quedar bajo el manto mariano, porque entonces participa de la salvación.
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“Es preciso pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de los cielos”, dijo san Pablo a los recién convertidos (Hechos 14, 22). No nos extrañemos, por tanto, que eso se verifique en nuestra vida. Las tribulaciones, la penitencia, la mortificación valen por el amor con que se acompañen. El camino de la resurrección pasa por la pasión y la cruz.
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Como el domingo es el día del Señor, la Iglesia señala que la celebración de la Santa Misa ha de realizarse de modo más solemne. Busquemos participar en ella con toda calma, involucrándonos en cada uno signos, para darles el contenido profundo. Porque no se trata de rebajar el misterio a nuestra medida, sino de acceder a la altura del misterio.
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Todo en nuestra vida adquiere sentido si partimos del amor infinito de Dios por sus criaturas libres. Nuestro origen y nuestro destino se entienden tan solo desde esa óptica, porque Dios es amor. Por nuestra parte, hemos de saber desentrañar el amor que se esconde en cada situación. No hemos de vivir cientos de preceptos sino uno fundamental. Es bueno repetir: “Creo en el infinito amor de Dios por mí”.
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Las indicaciones litúrgicas invitan los viernes a celebrar la Misa votiva de la Preciosísima Sangre de Cristo. Resaltemos el hecho de que, al recibir la Comunión, estamos recibiendo la Sangre del Señor. No se trata de una metáfora, sino de una realidad. Esa Sangre tiene, como primer efecto, nuestra purificación; luego, comunicarnos el fuego del Amor, hasta embriagarnos con la felicidad de la unión.
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Los jueves buscamos incrementar nuestra fe y amor a la Sagrada Eucaristía con el rezo del himno Adoro te devote. Con la ayuda de los dones del Espíritu Santo, practicamos la adoración, la piedad, la profundidad para percibir el misterio, y también el gozo de su compañía. Estamos en presencia del Dios escondido.
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A Marta le da Jesús esta misteriosa respuesta: Yo soy la Resurrección. El Señor emplea la expresión de Yahvé: Yo soy, y hace una identidad con la capacidad de dar vida a los muertos. Se identifica con la Resurrección, es esa Resurrección. Y es Vida, pues toda vida procede de Dios. Viviremos por siempre si vivimos en Él, particularmente con el alimento del Pan vivo, con el alimento eucarístico.
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En el siglo XIX se desarrolló en ambientes protestantes la teología liberal, a la que le parecía indigno de los Evangelios la presencia de los milagros. Era, decían, como una rendición del intelecto. Nosotros confesamos la verdad de ellos como “sello del Rey”, que testifican la divinidad de Jesús. Y no solo eso: afirmamos que, en realidad, todo nuestro mundo es milagroso. Estamos invitados a descubrir la suavidad del universo rompiendo la dura barrera del materialismo.
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Dios hizo cosas grandes en María porque vio su humildad. Tendremos también nosotros su beneplácito si encuentra humildad, la profunda convicción de nuestra nada y su todo. Las mil cabezas de la soberbia pueden aparecer en el espíritu de contradicción, en el protagonismo, en caer en el influjo de una sociedad competitiva, en el referirnos al yo en las conversaciones, en el rechazo a la obediencia, etc.
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María, con Jesús en brazos, sale de su ocultamiento de 40 días previsto por la ley mosaica. Va al Templo, y se le anuncia que una espada traspasará su corazón en el ofrecimiento de su Hijo. La pureza se purifica, como para invitarnos a vigilar la propia pureza de nuestro corazón. Más que atender a las virtudes aisladas, monitoreemos nuestro corazón, del que procede todo lo bueno y lo malo.
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Cuando Jesús explica la parábola del sembrador, dice que los pájaros que hurtan la semilla son los demonios. Podemos entender que los granos que constantemente caen en nuestras almas son las mociones del Espíritu Santo. Si no estamos precavidos y entrenados, es muy fácil que ese germen de santificación sea anulado por el maligno. Atendamos a las continuas inspiraciones, diciéndole siempre que sí.
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Ante todo, la Misa tiene como finalidad la gloria de Dios. Porque era la intención primera de Jesús al ser crucificado: Deo omnis gloria! Después, podemos unirnos a la Victima en el Ofertorio, poniendo la parte mala de nuestra vida y de toda la humanidad para que sea sacrificada, y luego la parte buena de nuestra vida y de millones de personas para que esa ofrenda sea santificada.
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El increíble prodigio de la Misa puede banalizarse por la rutina, sepulcro de la verdadera piedad. ¿Cómo conjurar ese peligro, si asistimos con frecuencia al Santo Sacrificio? Quizá descubriendo algún aspecto, resaltando uno u otro de los fines, o bien poniéndole un nombre relacionado con esa celebración. Misterio de fe y de amor en el que procuramos que la celebración no se torne rutinaria.
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Cuando el demonio mudo -que también es sordo, porque se resiste a oír- se apodera de un alma, corta en ese momento el flujo de comunicación de gracia. Dios es la Verdad y el demonio es el padre de la mentira. Maneras de situarnos en el ámbito del demonio mudo: fingimiento, indefinición, medias verdades, doctrinas ambiguas, morales erráticas…
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Al asomarnos, en el Magníficat, al corazón de María, descubrimos su gozo en Dios, su salvador. La cercanía amorosa de Dios es fuente inagotable de alegría, aun en medio de las penas. Dios se alegra con nuestra alegría. Procuremos darle más motivos de alegría alegrándonos ante las cosas pequeñas que nos depara la vida.
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