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Noviembre es un mes escatológico: comienza con los fieles difuntos y termina poniéndonos delante los acontecimientos del fin del mundo. Pero la culminación es una fiesta de esperanza y alegría: la Solemnidad de Cristo Rey. Llama la atención que la liturgia de la Solemnidad traiga a colación la cruz: y es porque Jesús es un Rey crucificado. La insignia de este reinado es la Cruz, y tiene palabras clave: austeridad, mortificación, pobreza, sobriedad, templanza, desprendimiento…
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Nos acercamos a la Solemnidad de Cristo Rey, que corona el año litúrgico. Es Rey del Universo por muchas razones, la más honda es que todo cuanto existe ha sido hecho por Él y para Él, ya que es el Amado del Padre. Démosle también la primacía, en nuestras vidas, sabiendo que es una consecuencia de la fe en Jesús como Hijo Unigénito, consustancial al Padre.
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Un padre deja a sus hijos una herencia. Ellos estarán agradecidos y sabrán capitalizar lo que han recibido. San Josemaría nos ha dejado un legado enorme: en lo humano, su amor a la libertad y el buen humor, según sus propias palabras. En lo sobrenatural, la herencia es inagotable. Detengámonos ahora en algunas pinceladas de su legado en la piedad eucarística.
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En la parábola de los invitados descorteses advertimos un deje de tristeza en el corazón de Jesús: todos los invitados presentaron excusas para no acudir al banquete. Es la triste posibilidad del hombre: desoír las invitaciones de Dios. Descubrámoslas en la Providencia cotidiana, en la Palabra de la Escritura y en las mociones interiores del Espíritu Santo.
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Los apóstoles obedecieron el mandato de Jesús de ir a predicar el Evangelio a todas partes. Quizá el que llegó más lejos fue Tomás: hasta la India. Su rebeldía luego de la resurrección y su posterior rectificación nos remarcan la importancia de la fe. Fe es tener el corazón abierto, ver a Dios en todo, vivir contemplativamente, medir con los parámetros de eternidad, abandonarse en la Providencia…
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¿Cuál es nuestra verdadera necesidad? Y no solo nuestra, sino de la Iglesia y el mundo. Sin duda que el Espíritu de Dios, que todo lo recrea. Un poderoso motor interior que nos capacita para vivir y actuar sobrenaturalmente. Valoremos mucho el gran regalo que nos enviaron el Padre y el Hijo tratando de advertir sus constantes mociones y responder a ellas.
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En el Calvario, y siguiendo la indicación de Jesús, el apóstol Juan recibió a María en su casa. Hagamos lo mismo porque necesitamos una madre. Pero también, como somos niños, necesitamos una maestra. María nos educa primero con sus virtudes y también con sus palabras. Es la bondad, la reina de la paz, la contemplativa, la que no vive sino en Dios y para Dios.
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Meditamos el himno Adoro te devote, con el que buscamos encender nuestra fe y nuestro amor al Dios oculto en el pan. Descubrimos más y más al Dios escondido al percatarnos que es lo más importante del mundo. El que está ahora escondido es el mismo que veremos, de modo ya manifiesto, en la eternidad. Si no adoramos este misterio, corremos el peligro de banalizar el Misterio, y acabaremos fallando en nuestra correspondencia.
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San Pablo se sentía indigno de predicar la riqueza incalculable que hay en el Corazón de Cristo. Y nos invita a experimentar el amor manifestado en el Sagrado Corazón. El simbolismo del corazón es el más expresivo de los símbolos. Sepamos interpretarlo y, sobre todo, experimentarlo. ¡Cómo reposaremos cuando aprendamos a meternos en el Corazón de Jesús y a descansar en él!
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Ante la enseñanza de Jesús expuesta en la parábola del buen samaritano, queremos evitar la actitud del levita y del sacerdote, que “pasaron de largo”, sin detenerse ante el malherido. A nuestro lado siempre hay alguien que necesita misericordia, no dudemos en vivir esta actitud tan cristiana. Oración de santa Faustina: “Haz, Señor, que mis ojos sean misericordiosos, que mis oídos sean misericordiosos…”.
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La Biblia habla de “los pobres de Yahvé”, los anawim. No se trata solo de pobreza material, sino también de saberse indigente, necesitado de Dios. Por eso tiene mucho que ver con la humildad: si tengo a Dios no necesito mi enaltecimiento, porque lo tengo todo. La libertad del corazón es requisito para ser contemplativo, y en esa dirección siempre podemos crecer.
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En el día del Señor se nos preceptúa gozar de la alegría que conlleva una jornada especialmente dedicada a Él. La ausencia de trabajo externo nos permitirá la paz que precisamos. Estamos invitados a recoger nuestro corazón, a entrar en la morada interior donde Dios habita. El que ama comprende la inmensa dicha de estar solo: ahí puede encontrarse con Aquel que lo aguarda.
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Escena breve pero llena de significado: la viuda pobre que echa dos moneditas en el Templo (cf. Lc 21, 1-4) y hace surgir “lumbres” en la mirada de Jesús porque “ha dado todo lo que tenía para vivir”. Hay que dar “hasta que duela” decía la madre Teresa de Calcuta, y santa Teresita, “Amar es darlo todo y darse a sí mismo”. Busquemos hacerlo en la caridad: dar nuestro interés, sonrisa, atención, tiempo…
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Si el soldado romano vio a Jesús ya muerto, ¿por qué le clavó la lanza en el costado? Para que, de acuerdo con la profecía de Isaías, pudiéramos “mirar al que traspasaron”. La revelación del Sagrado Corazón es “la cúspide del cristianismo, y aun del mundo” (Benedicto XVI). Sintámonos muy afortunados de conocer esta revelación, que nos descubre a un Dios todo amor.
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Un nuevo modo de vivir en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso. Buscar, como san Josemaría, la asidua experiencia unitiva. La pedagogía para la contemplación la ofrece el santo en la homilía “Hacia la santidad”. Es como la falsilla que usábamos al escribir para que las líneas no se nos desviaran. Primero una jaculatoria, después otra, hasta que las palabras resultan pobres, y se pasa a mirar a Dios sin descanso y sin cansancio.
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El envío del Espíritu Santo por parte de Jesús es la razón de nuestra alegría, porque con su ayuda avanzamos seguros en nuestro camino al Cielo. El Paráclito nos enseña a adorar a Dios en espíritu y en verdad, a través de una verdadera adoración que procede de la parte profunda de nuestro yo. Escuchemos sus mociones interiores, porque Él actúa constantemente. Nos habla sobre todo invitándonos a abrazar la cruz.
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Los pájaros roban la semilla en la primera clase de tierra en que el Sembrador divino la esparce. No lo permitamos, porque esa semilla es la misma Vida que nos comunica el Espíritu Santo. Abrámonos a la acción del Espíritu, evitando que el naturalismo –la falta de visión sobrenatural–inunde nuestra existencia.
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La oración es la vida del corazón nuevo, del corazón que ha recibido la participación en la vida divina. Debe animarnos en todo momento, siendo tan frecuente como el respirar. Es la respuesta al Dios que nos desea. Esa continuidad será posible si el corazón está inflamado de amor. Podemos colaborar en ese proceso ayudándonos con industrias humanas sabiendo descubrir, gracias a nuestros sentidos externos, los mensajes que nos manda Dios.
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Los viernes, día penitencial, meditemos la Pasión de Cristo. Nos confortará, invitándonos a ser generosos con la cruz y dándonos la alegría de compartir con Jesús sus sufrimientos. Colaboremos con las inspiraciones del Espíritu Santo que busca purificarnos con las penas y el dolor. Y pidamos el spatium verae poenitentiae, para presentarnos purificados ante la Majestad de Dios.
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Este día nos recuerda el destino de todos. Y nuestra obligación de ofrecer sufragios por cuantos no se han acabado de purificar: las benditas ánimas del purgatorio. Tomemos en serio la revelación de que existe un destino eterno, volviendo a las verdades de la fe: en nuestro tránsito, nos encontraremos a Jesús. Encender, pues, el ansia de ese encuentro.
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