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“¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino?”, pregunta Cleofás a su compañero de camino. También a nosotros, en el camino de nuestra vida, Jesús nos habla. Démosle crédito a su palabra, tanto la que aparece en la Escrituran como a sus mociones interiores. Para oírlo es preciso, junto con la fe, el silencio y la soledad.
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El mensaje inicial de Jesús es la invitación a la conversión, porque está cerca el Reino de Dios. También para nosotros está muy cerca, porque el Reino de Dios es el mismo Jesús. En cada momento estamos invitados a convertirnos, porque nuestro corazón es volátil y fácilmente se distrae. No nos extrañe, por tanto, que debamos vivir de manera permanente in statu convertionis, una y otra vez, hasta el fin de la vida.
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¡Viva Cristo Rey!, repetimos hoy con tantos mártires que han confesado la realeza de Cristo derramando su sangre. Deseamos que Jesús reine en cada una de nuestras facultades y potencias. Hacemos la afirmación de su Reinado con mayor intensidad, al comprobar que tantos corazones lo rechazan. Démosle ese consuelo, deseando que su Reinado se haga inseparable de cada uno de nuestros momentos.
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León XIII consagró el género humano al Sagrado Corazón de Jesús el año 1900. San Pío X repitió la consagración, y después Pío XI, que en 1925 la colocó el día de Cristo Rey. ¿Qué significa estar consagrados ese Corazón misericordioso de Jesús? Que el nuestro aprenda a permanecer ahí, para que, desde ese hondón de mi persona, todas mis acciones sean misericordiosas.
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Jesús empieza su predicación hablando de la cercanía del Reino, y termina siendo llamado rey por Pilato, por los soldados romanos y por el buen ladrón. Jesús nos envía a expandir su Reino, a trabajar en su viña. El horizonte de nuestro apostolado no tiene límites: todos los hombres de todos los tiempos. San Josemaría nos desea la chifladura divina del celo por las almas.
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Noviembre es un mes escatológico: comienza con los fieles difuntos y termina poniéndonos delante los acontecimientos del fin del mundo. Pero la culminación es una fiesta de esperanza y alegría: la Solemnidad de Cristo Rey. Llama la atención que la liturgia de la Solemnidad traiga a colación la cruz: y es porque Jesús es un Rey crucificado. La insignia de este reinado es la Cruz, y tiene palabras clave: austeridad, mortificación, pobreza, sobriedad, templanza, desprendimiento…
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Nos acercamos a la Solemnidad de Cristo Rey, que corona el año litúrgico. Es Rey del Universo por muchas razones, la más honda es que todo cuanto existe ha sido hecho por Él y para Él, ya que es el Amado del Padre. Démosle también la primacía, en nuestras vidas, sabiendo que es una consecuencia de la fe en Jesús como Hijo Unigénito, consustancial al Padre.
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Un padre deja a sus hijos una herencia. Ellos estarán agradecidos y sabrán capitalizar lo que han recibido. San Josemaría nos ha dejado un legado enorme: en lo humano, su amor a la libertad y el buen humor, según sus propias palabras. En lo sobrenatural, la herencia es inagotable. Detengámonos ahora en algunas pinceladas de su legado en la piedad eucarística.
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En la parábola de los invitados descorteses advertimos un deje de tristeza en el corazón de Jesús: todos los invitados presentaron excusas para no acudir al banquete. Es la triste posibilidad del hombre: desoír las invitaciones de Dios. Descubrámoslas en la Providencia cotidiana, en la Palabra de la Escritura y en las mociones interiores del Espíritu Santo.
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Los apóstoles obedecieron el mandato de Jesús de ir a predicar el Evangelio a todas partes. Quizá el que llegó más lejos fue Tomás: hasta la India. Su rebeldía luego de la resurrección y su posterior rectificación nos remarcan la importancia de la fe. Fe es tener el corazón abierto, ver a Dios en todo, vivir contemplativamente, medir con los parámetros de eternidad, abandonarse en la Providencia…
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¿Cuál es nuestra verdadera necesidad? Y no solo nuestra, sino de la Iglesia y el mundo. Sin duda que el Espíritu de Dios, que todo lo recrea. Un poderoso motor interior que nos capacita para vivir y actuar sobrenaturalmente. Valoremos mucho el gran regalo que nos enviaron el Padre y el Hijo tratando de advertir sus constantes mociones y responder a ellas.
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En el Calvario, y siguiendo la indicación de Jesús, el apóstol Juan recibió a María en su casa. Hagamos lo mismo porque necesitamos una madre. Pero también, como somos niños, necesitamos una maestra. María nos educa primero con sus virtudes y también con sus palabras. Es la bondad, la reina de la paz, la contemplativa, la que no vive sino en Dios y para Dios.
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Meditamos el himno Adoro te devote, con el que buscamos encender nuestra fe y nuestro amor al Dios oculto en el pan. Descubrimos más y más al Dios escondido al percatarnos que es lo más importante del mundo. El que está ahora escondido es el mismo que veremos, de modo ya manifiesto, en la eternidad. Si no adoramos este misterio, corremos el peligro de banalizar el Misterio, y acabaremos fallando en nuestra correspondencia.
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San Pablo se sentía indigno de predicar la riqueza incalculable que hay en el Corazón de Cristo. Y nos invita a experimentar el amor manifestado en el Sagrado Corazón. El simbolismo del corazón es el más expresivo de los símbolos. Sepamos interpretarlo y, sobre todo, experimentarlo. ¡Cómo reposaremos cuando aprendamos a meternos en el Corazón de Jesús y a descansar en él!
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Ante la enseñanza de Jesús expuesta en la parábola del buen samaritano, queremos evitar la actitud del levita y del sacerdote, que “pasaron de largo”, sin detenerse ante el malherido. A nuestro lado siempre hay alguien que necesita misericordia, no dudemos en vivir esta actitud tan cristiana. Oración de santa Faustina: “Haz, Señor, que mis ojos sean misericordiosos, que mis oídos sean misericordiosos…”.
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La Biblia habla de “los pobres de Yahvé”, los anawim. No se trata solo de pobreza material, sino también de saberse indigente, necesitado de Dios. Por eso tiene mucho que ver con la humildad: si tengo a Dios no necesito mi enaltecimiento, porque lo tengo todo. La libertad del corazón es requisito para ser contemplativo, y en esa dirección siempre podemos crecer.
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En el día del Señor se nos preceptúa gozar de la alegría que conlleva una jornada especialmente dedicada a Él. La ausencia de trabajo externo nos permitirá la paz que precisamos. Estamos invitados a recoger nuestro corazón, a entrar en la morada interior donde Dios habita. El que ama comprende la inmensa dicha de estar solo: ahí puede encontrarse con Aquel que lo aguarda.
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Escena breve pero llena de significado: la viuda pobre que echa dos moneditas en el Templo (cf. Lc 21, 1-4) y hace surgir “lumbres” en la mirada de Jesús porque “ha dado todo lo que tenía para vivir”. Hay que dar “hasta que duela” decía la madre Teresa de Calcuta, y santa Teresita, “Amar es darlo todo y darse a sí mismo”. Busquemos hacerlo en la caridad: dar nuestro interés, sonrisa, atención, tiempo…
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Si el soldado romano vio a Jesús ya muerto, ¿por qué le clavó la lanza en el costado? Para que, de acuerdo con la profecía de Isaías, pudiéramos “mirar al que traspasaron”. La revelación del Sagrado Corazón es “la cúspide del cristianismo, y aun del mundo” (Benedicto XVI). Sintámonos muy afortunados de conocer esta revelación, que nos descubre a un Dios todo amor.
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Un nuevo modo de vivir en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso. Buscar, como san Josemaría, la asidua experiencia unitiva. La pedagogía para la contemplación la ofrece el santo en la homilía “Hacia la santidad”. Es como la falsilla que usábamos al escribir para que las líneas no se nos desviaran. Primero una jaculatoria, después otra, hasta que las palabras resultan pobres, y se pasa a mirar a Dios sin descanso y sin cansancio.
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