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La alabanza de Isabel a María -bienaventurada tú que has creído- resulta muy ilustrativa: los frutos de la redención vendrán por el corazón abierto a la revelación de Dios. Veamos a Dios con los ojos abiertos y con los ojos cerrados, descubriéndolo en cada realidad. Si la fe es nuestro modo de vida, estaremos inmersos en ese mundo que escapa a los sentidos pero que es el único permanente.
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La primera venida de Cristo fue hace dos mil años. Otra tendrá lugar al final de los tiempos. Y hay una tercera venida, la de este instante. En la primera fue nuestra redención, en la segunda, nuestra vida; en esta, nuestro descanso y nuestro consuelo, que nos hace mantener la vista hacia el futuro. Un futuro del establecimiento del reino de los cielos. El cristiano se sustenta en la esperanza y la difunde.
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La corona de Adviento tiene 4 velas. Pero hay quien le pone 5, una blanca, más alta, en el centro, que se enciende la noche de Navidad. Eso tiene mucho sentido: resaltamos así que los 4 domingos precedentes están en función de esa Noche, que todo es medio para llegar a Jesús. Que no nos roben la Navidad: busquemos el recogimiento y la paz del corazón para encontrar al Dios-que-viene. Consejos de La Imitación de Cristo.
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De muchas maneras podemos enfocar nuestra preparación para la Navidad. Desde el aprovechamiento de los signos externos, en los que se moverá nuestra parte afectiva, hasta la consideración de la humildad de Dios que se rebaja a la pequeñez de una criatura. Pero sobre todo veamos la inefable bondad que supone para nosotros la asunción de la naturaleza humana en la divinidad: Dios se hizo hombre para que el hombre se haga Dios.
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Una importante tarea desempeñaba, en las bodas judías, el amigo del novio, pues preparaba todo lo relativo a la celebración. Pero después de la boda, desaparecía. Así se ve el Bautista respecto a Jesús. Su vida está solo en función de Aquel a quien anuncia, sin pretender provecho alguno personal. Busquemos imitarlo, actuando con rectitud de intención en cuanto hacemos.
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En las escenas alrededor de la Navidad advertimos que la llegada del Señor no es ‘invasiva’. Los ángeles citan a los pastores. La estrella indica a los Magos que se pongan en camino. Pero unos y otros tienen que salir: no es solo que Jesús llegue, sino que nos reclama nuestra presencia ahí donde está Él. Por eso hemos pedido en este tiempo litúrgico que se despierte en nosotros el deseo de Cristo.
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Avanzado ya el tiempo litúrgico del Adviento, nos preguntamos por el aprovechamiento de las gracias propias que trae consigo. Adviento es purificación, al modo del purgatorio que se precisa para entrar en la plenitud del Amor divino. Purificarnos del pecado y sus reliquias, pero también de adhesiones impuras. Tiempo de contrición y penitencia.
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Dios no nos habla solo con la relación pública sobrenatural, sino también con las revelaciones privadas. Las más abundantes son las de María, y en ellas quiere acentuar algún aspecto de su misericordia: Lourdes y Fátima, el Rosario y la penitencia; la Medalla Milagrosa, la protección; Guadalupe, el consuelo de un regazo. Con el escapulario del Carmen experimentamos la continuada presencia de María con nosotros.
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Tenemos un gran tesoro, preparado por Dios para ayudarnos a crecer en la vida de oración: los salmos, en los que la palabra de Dios se hace oración del hombre. ¿Sabemos aprovecharlos? Los salmos son como espejos de nuestra alma, que nos ayudan a expresar lo que tenemos dentro y quizá no sabemos cómo decirlo. Busquemos identificar algunos salmos que salgan al paso de esos momentos de indefinición en la vida espiritual.
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Para resolver lo insoluble, el remedio es claro: acudir a Santa María. Eso hizo san Josemaría al venir a Guadalupe. Busquemos también nosotros el refugio del regazo de María, que en las apariciones de 1521 quiso mostrarse como Madre amantísima. Cualquier existencia que no sea la de una perfecta unión con Dios en el regazo de María, es demasiado complicada.
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Con el espíritu de sabiduría nos es dado re-conocer a Jesús. Es verdad que lo conocemos, pero estamos invitados a que ese conocimiento sea más continuo. La vida de fe es convencerse de que Jesucristo vive. Como Dios es Omnipresente, en todo lugar y en cualquier instante podemos encontrarlo. La fe operativa no se limita al enunciado, sino que nos lleva a estar siempre hablándole, oyéndolo, amándolo.
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Leamos ahora la parábola de los trabajadores de la viña en términos del pasaje de Isaías: “Voy a cantar a mi amado el amor por su vina”. El dueño de ella sale a todas horas para buscar trabajadores que acudan a trabajar en esa viña: tanto la ama, tanto le importa lo suyo -la humanidad- que todo apoyo para hacer fecunda la viña será bien recibido. Le daremos una gran alegría al Dueño si nos gastamos en el cuidado de la viña.
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Como en las partituras, la Iglesia nos invita en Adviento a vivir día tras día el crescendo, que culminará en el fortíssimo de la Navidad. La liturgia nos alienta en la esperanza, sabiendo que esta no se refiere tan solo al futuro, sino que se verifica en cada instante: Dios es el que viene, en un presente continuo. La espera de Dios fundamenta nuestra esperanza.
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En esta Solemnidad queremos evitar el riesgo de limitarnos a considerar fríamente este dogma de fe. Estamos hablándole a Santa María, uniéndonos a su alabanza a Dios por los dones que le concedió. Nos manifestamos enormemente agradecidos con el Creador que quiso regalarnos una Madre en plenitud de amor. Ella nos ama a cada uno más que todas las madres a sus hijos, porque en María no existen dos maternidades: nos ama con el mismo amor con el que ama a su Hijo.
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“Llena de gracia”, la saluda el Arcángel. Queremos imitar esa pureza, sabiendo que nada manchado puede entrar en la presencia de Dios: “Bienaventurados los limpios de corazón”. Vigilemos para purificar el nuestro, tanto en los sentidos como en el espíritu, tanto activa como pasivamente. Adelantaremos el purgatorio y seremos introducidos en la vida mística.
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Jesús dijo a sus discípulos que en el mundo tendrían tribulaciones. Y, compadecido de nuestra debilidad, eligió darnos una madre, como compañía y consuelo. San Bernardo habla de “mirar a la estrella, mirar a María”. Entonces soportaremos los vientos de las tentaciones y los escollos de las penas. Experimentaremos el consuelo de un regazo y la ternura de unas caricias.
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Si quisiéramos resumir en una sola palabra la actitud a que nos invita el Adviento, esa palabra quizá podría ser “ansia”. Y preguntarnos si realmente estamos en un momento de deseo, de deseo de Cristo. Ilusión de que el Señor esté constantemente presente en nuestro interior, dándole oportunidad de tomar posesión de nuestro yo. “Qué buen tiempo para remozar el deseo, la añoranza, las ansias sinceras por la venida de Cristo”, dice san Josemaría. Nuestro deseo es que el Adviento de la vida se nos convierta en la Navidad eterna.
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La sola mención del nombre de María trae hasta nosotros el aire del paraíso. De belleza, de paz, de elevar nuestra autoestima al sabernos amados. Jesús nos invitó a ser niños, y queremos serlo pequeños, para caber en el regazo de María. Una vida fuera del regazo de María es demasiado complicada. Su vientre es el molde donde hemos de formarnos.
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El cristianismo se fundamenta en un evento, en una llegada, en una presencia. Nuestra fe no busca a Dios en la penumbra, como los pueblos que no aceptan la revelación cristiana, sino que sabe que ha sido Dios el que ha salido de su ocultamiento y nos ha buscado. Lo que sí se nos pide es preparar el corazón: darle a Cristo el lugar central. Nos bastará Cristo.
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Una nueva efusión del Espíritu Santo tiene lugar en la Anunciación. Vendrá también a nosotros el Espíritu si nos encuentra prescindiendo de nuestro propio espíritu, del espíritu del mundo y del de satán. Y encuentra, por el contrario, el espíritu de María. Aprendamos, por ejemplo, a tratar a Jesús en la oración con la delicadeza de María con el Niño que lleva en su seno y luego con el recién nacido. Con el espíritu de María en nosotros, la acción santificadora del Espíritu Santo será muy eficaz.
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