Episodi
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«Yo soy tu Dios y estoy cerca de ti: ¿no te basta?
Por tanto, no desees sino aquello que llena mi corazón.
Yo soy tu Dios y te soy fiel aun cuando te envío alguna cruz; y si pesa mucho, recuerda siempre que estoy a tu lado. ¿Qué más deseas?
Yo soy tu Dios y pienso en ti, y esto desde la eternidad. Tu nombre está escrito profundamente en mi corazón, de tal modo que jamás podré olvidarme de ti.
Yo soy tu Dios y dirijo todas las cosas únicamente para tu bien; si ahora no lo comprendes, un día lo podrás ver claramente.
Yo soy tu Dios y fielmente te amo; conozco perfectamente todo lo que aflige tu corazón, veo con toda claridad todo lo que te contraría. Acepta todo ello con tranquilidad y paz, porque Yo soy el que lo ha dispuesto así; tú persevera, sé fiel a fin de que mi Corazón te recompense.
Yo soy tu Dios. ¿Estás solo, hijo mío? Yo te haré compañía. ¿Nadie tiene una buena palabra para decirte? Ven a Mí que siempre seré tu consuelo en el Santísimo Sacramento y te compensaré todo lo que en la tierra te he negado.
Yo soy tu Dios. ¿Qué más deseas? ¡Ánimo! ¡Valentía!
Nada te debe desanimar, porque quien posee mi Corazón tiene todo lo que puede desear.
Si estás triste, corre a refugiarte en mi Corazón.
Si sientes la alegría del triunfo, vuela a regocijarte conmigo. Si experimentas cansancio, échate en mis brazos. Y verás cómo las sombras se disipan, cómo las luces crecen, y cómo las fuerzas se multiplican.
El mundo pasa, el tiempo huye, los hombres desaparecen, la muerte te roba todo.
Una sola cosa te quedará siempre: Tu Dios» (Autor anónimo).
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Queremos ser felices, y Dios nos da a probar aquí su felicidad en la medida en que nos abrimos a su Amor y respondemos amando, pero la felicidad total vendrá después, cuando podamos ver a Dios cara a cara en el Cielo. Eso es lo que esperamos: la vida eterna feliz con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y los ángeles, y los millones de hermanos nuestros que ya han llegado al lugar que Jesucristo nos ha preparado.
«Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama “el cielo”. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1024).
«Vivir en el cielo es “estar con Cristo” (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven “en Él”, aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17): “Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino” (San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam 10,121)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1025).
Llegar al Cielo es imposible para nosotros, pero posible para Dios. Y nos ha prometido que no dejará de darnos todos los medios para que podamos llegar. Por eso podemos decir, con san Pablo:
«¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? Pero en todas estas cosas vencemos con creces gracias a aquel que nos amó» (Rm 8, 35. 37).
No existe nada que pueda impedirnos llegar al Cielo, nada que pueda apartarnos del amor de Cristo. Porque Dios nos ha prometido que nos dará toda la ayuda que necesitamos, y para que esperemos en Él con absoluta confianza ha infundido en nuestros corazones la virtud de la esperanza.
«La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, porque fiel es el que hizo la promesa” (Hb 10, 23). “El Espíritu Santo, que derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo nuestro salvador, para que, justificados su gracia, fuéramos herederos de la vida eterna que esperamos” (Tt 3, 6-7)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1817).
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Episodi mancanti?
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Acudimos con mucha frecuencia al azar y a la buena o mala suerte para explicar lo que nos sucede. Pero gracias a Dios no estamos tan desamparados como a veces pensamos. No dependemos de esa entelequia incontrolable que es el azar, ante la que habría que emplear algún extraño e irracional medio para defenderse.
«No creas en ningún azar. Siempre soy Yo, el Amor, quien entra. ¿No reconoces mis pasos? Un cariño al acecho debe reconocerlos. No se parecen a ninguno. Espéralos. Será para ti mucho más delicioso y menos frío que el azar. Tu gran Amigo guiando tu vida, date cuenta. Estrecha sobre tu corazón tu cruz del día, tu cruz de la noche. Vienen de Mí. No es una cruz cualquiera: es la tuya la que he elegido para ti. Besa la mano que te la depara. Y dulcemente prosigue tu camino con ella y conmigo» (Gabrielle Bossis).
No es el azar, es Jesús, el Amor, quien nos visita en cada acontecimiento, en cada circunstancia, por muy azarosa que parezca. No hay motivo para la inseguridad y el temor. No debe preocuparnos qué sucederá, si tendremos buena o mala suerte, qué tendrán preparado para nosotros los hados, el destino o la fortuna.
Lo que me suceda habrá sido preparado por quien más me quiere, que a la vez es el más sabio y poderoso, que dispone todo para mi bien, para el bien de cada uno de sus hijos. Es Él quien guía nuestra vida, el que nos envía lo agradable y lo desagradable, la cruz del día y la cruz de la noche, una cruz que Él, con su Amor, ha elegido para mí.
Ayúdanos, Señor, a reconocer tus pasos, a darnos cuenta de que eres Tú; a descubrir tu amor por nosotros en los acontecimientos que parecen fruto del azar. Que cuando llegues a través de los sucesos inesperados, sepamos decir: “Es Él, que viene a visitarme con sus caricias”.
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Leo un artículo de José Calderero, publicado en el número 815 de “Alfa y Omega” (10-1-2013), que cuenta un estupendo testimonio de confianza en Dios.
Mariano Ugarte y Dori Zarco perdieron un hijo a causa del cáncer. «Si mi hijo Pablete –afirma Mariano– hubiera sobrevivido, no hubiéramos ganado nada, solo más tiempo para estar con él. En cambio, su muerte nos ha cambiado, su muerte ha tenido un sentido. El milagro se ha producido, él está en el cielo y, mientras esperamos a reunirnos con él, hemos ganado una confianza absoluta con Dios. Yo ya no rezo como antes, ahora dialogo constantemente con Dios. Antes rezaba por su curación, y hemos sido curados nosotros. Él disfruta ya desde el cielo y nosotros hemos ganado en confianza y en amor con Dios».
Pablete falleció el 27 de noviembre de 2010. El 16 de enero de 2011, coincidiendo con el que hubiera sido su undécimo cumpleaños, nació la Asociación Pablo Ugarte, la APU (www.asociacionpablougarte.es), que lucha para que evitar que, en el futuro, los niños y sus familias tengan que pasar por el mismo sufrimiento que pasaron los padres de Pablo.
¿Por qué unos se rebelan ante la muerte de un hijo y otros, en cambio, ganan una confianza absoluta en Dios?
Señor: que creamos firmemente en tu Amor, que no dudemos nunca de Ti, que sepamos humillarnos para aceptar nuestra ignorancia y reconocer tu Sabiduría.
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Nadie quiere que estas cosas ocurran, pero ocurren. Durante las vacaciones de verano, al “Caballero Antek” le dolió el estómago y se le quitaron las ganas de jugar con sus hermanas Marysia y Rosa. Se quedaba en la cama y lloraba. Sus padres le llevaron a Urgencias, donde con una inyección le calmaron los dolores. “No le gustó nada -explica Dorota, su madre-, pero le alivió el dolor del estómago. Pensamos que sería algo puntual, pero cada vez volvíamos con más frecuencia al Hospital”. Cuando terminaron las vacaciones, Antek comenzó a ir al colegio. Pronto se ganó a todos los profesores y compañeros, con su alegría y educación. Siempre jugaba a ser un caballero andante, y se comportaba como tal.En su familia y en el colegio Sternik, una obra corporativa del Opus Dei en Varsovia (Polonia), rezaban por la salud de Antek. Algo no iba bien. El niño, en cambio, rezaba por otras muchas cosas, más o menos serias: por la paz en el mundo, por sus hermanas, por su equipo de fútbol… Finalmente, los médicos se decidieron a operarle de apendicitis. Parecía la solución, pero sólo fue el inicio de ataques más fuertes de dolor de estómago.
–¿Por qué tengo que estar en el hospital? –preguntaba Antek– ¿Por qué estoy enfermo?
Su madre, que no tenía muchas razones que darle, intentó explicarlo así:
–Hijo mío, si Jesús te mirase y te preguntara: “Antek, ¿me ayudas con la Cruz?”, tú, ¿que le dirías?
–Pues… bueno, que sí.
–Pues te lo está preguntando ahora.
Un sacerdote amigo de los padres de Antek fue a visitar al niño. Habló con él y le regaló un crucifijo pequeño, de madera. Desde entonces, Antek lo llevó siempre en la mano cuando le iban hacer una prueba o cuando le llevaban a la sala de operaciones. Las enfermeras veían que el niño se acercaba la mano a la boca y le oían susurrar: “Jesús, confío en ti”. El día que les iban a confirmar la diagnosis definitiva, Dorota cuenta que se dirigió al despacho del médico lentamente, al paso de una mujer en el noveno mes del embarazo. “Es un cáncer –les dijo el doctor a los padres–. Mañana empezamos con quimioterapia”.
El Caballero Antek se enfrentó con valentía y muy pocas fuerzas a este temido dragón. Sin pelo, con vómitos y débil, preguntó:
–Mamá, pero ¿qué me pasa?
La madre le dijo la verdad:
–Tienes una enfermedad que se llama cáncer. Los médicos van a intentar curarte, pero tienes que saber que a veces no lo consiguen.
–O sea, que me puedo morir.
–Bueno… como todos, como papá, como yo… Pero solo Dios sabe en qué orden.
El niño no añadió nada. Solo se giró, tomó de la mesa su crucifijo y susurró otra vez: “Jesús, confío en ti”.
La madre puso en marcha una cadena de oración: en la familia, entre los amigos. Cada día, recibía diferentes SMS en su móvil: “Hoy he ido a misa por Antek”, “Haré unos minutos de oración por tu hijo”… Dorota pedía oraciones a cualquiera. Un día, al bajarse de un taxi, dijo al conductor:
–Mi hijo se está muriendo. ¿Podría usted rezar por él?
Rezó e hizo rezar. Quería presentar a Dios “toneladas de oración”. Antek luchó mucho contra el cáncer. Algunos días estaba fuerte y corría por todo el hospital como un rayo, revolucionándolo todo. Otros, solo tenía fuerzas para ver la tele. Y maduraba rápido. Cada vez con más frecuencia, preguntaba a su madre sobre la muerte, el Cielo, el porqué del sufrimiento.
–Mamá, ¿qué se hace en el Cielo?
–Juegas, corres con la bici, te diviertes con Dios… La madre asegura ahora que las “toneladas de oración” dieron a Antek un descanso antes del final. Durante unos días, se encontró perfectamente, corría de aquí para allá, paseaba, había recuperado la felicidad…
(El texto completo en Misioneros Digitales Católicos)
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«Soy Yo quien he hecho la naturaleza humana. Conozco su debilidad, su pobre pequeñez. No te extrañe que os ame tanto a pesar de todo. No te extrañe, puesto que soy vuestro Creador y he vivido entre los hombres. Lo que os pido es que tengáis confianza en Mí, sea cual sea el estado de vuestra alma. Acordaos de esto: ¡He amado tanto a Judas! Recordad también lo que Yo decía: Aunque me mataras, esperaría en Ti» (Gabrielle Bossis).
«¡Ah, amigos míos muy amados, no dudéis jamás de Mí! Os sobrepaso. Os aventajo con toda mi grandeza. Que nada venga a limitar tu confianza. Haz a menudo ejercicios de confianza. Repite esta frase que amas: “Aunque me mataras, esperaría en Ti”. Sal de tu mesura. ¿Tengo Yo acaso límites? Y cuando se trata de amaros…» (Gabrielle Bossis).
En dos ocasiones le recuerda Jesús a Gabrielle estas palabras que nos dice en la Sagrada Escritura, en el libro de Job 13, 15: «Aunque Él pueda matarme, seguiré esperando en Él». Decirlas de corazón es un acto de confianza y abandono en Dios. Pase lo que pase, aunque me quites la vida, confío en Ti.
Sin embargo, lo más frecuente, como es lógico, es que Dios nos quite otros bienes: la salud, el bienestar, el amor de una persona, el dinero… A veces, cosas muy pequeñas que nos gustaría poseer, pequeños planes que nos gustaría hacer… En estos casos, es más fácil que pensemos en la mala suerte, y que nos olvidemos de que es el Señor quien permite esa contrariedad para que le amemos más.
Pase lo que pase, el Señor espera de nosotros toda nuestra confianza: «Aunque me mataras, esperaría en Ti».
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El semanario italiano “Credere” publicó una entrevista al Papa Francisco con ocasión del inicio del Año de la Misericordia. Copio una pregunta y la respuesta del Papa. «P. La misericordia, siempre que nos referimos a la Biblia, nos muestra un Dios más “emotivo” de lo que a veces imaginamos. ¿Descubrir un Dios que se conmueve y se enternece con los seres humanos también puede cambiar nuestra actitud hacia nuestros hermanos? R. Descubrirlo nos llevará a ser más tolerantes, más pacientes, más tiernos. En 1994, durante el Sínodo, en una reunión del grupo, dije que había que establecer la revolución de la ternura, y un padre sinodal –un buen hombre, a quien respeto y a quien amo– ya muy viejo, me dijo que no convenía utilizar ese lenguaje y me dio una explicación razonable, de un hombre inteligente, pero sigo diciendo que hoy la revolución es la de la ternura, porque de ahí deriva la justicia y todo lo demás.
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Leo unas palabras de san Pedro Crisólogo (s. IV-V), Arzobispo de Rávena, Padre y Doctor de la Iglesia.
Crisólogo significa “palabra de oro”, y estas que transcribo, realmente lo son.
«Hombre, ¿por qué te consideras tan vil, tú que tanto vales a los ojos de Dios? ¿Por qué te deshonras de tal modo, tú que has sido tan honrado por Dios? ¿Por qué te preguntas tanto de dónde has sido hecho, y no te preocupas de para qué has sido hecho?
¿Por ventura todo este mundo que ves con tus ojos no ha sido hecho precisamente para que sea tu morada? Para ti ha sido creada esta luz que aparta las tinieblas que te rodean; para ti ha sido establecida la ordenada sucesión de días y noches; para ti el cielo ha sido iluminado con este variado fulgor del sol, de la luna, de las estrellas; para ti la tierra ha sido adornada con flores, árboles y frutos; para ti ha sido creada la admirable multitud de seres vivos que pueblan el aire, la tierra y el agua, para que una triste soledad no ensombreciera el gozo del mundo que empezaba» (Sermón 148).
Cuando miramos el mundo, la luz del sol, la luna y las estrellas, las flores, los árboles, la tierra y el agua, la multitud de los seres vivos que nos acompañan, estamos viendo la casa que ha hecho el Señor para nosotros, por amor. Todo eso es una demostración del cariño que Dios nos tiene, de cuánto valemos a sus ojos. He ahí otro motivo para decirle a Dios: “Gracias porque me quieres tanto”.
Necesitamos que renazca en nosotros el espíritu contemplativo para poder ver el amor de Dios a través de la naturaleza en la que vivimos.
Contemplar es mirar para admirar, y la admiración, si sabemos escucharla, nos invita a preguntarnos quién hizo lo que miramos, porque esa belleza no puede estar ahí porque sí. Contemplar es mirar con los ojos del corazón, para descubrir el Amor que ha diseñado, para nosotros, la hermosura que nos fascina o nos hace sonreír. Contemplar es ver más allá de las cosas bellas para descubrir la Belleza creadora.
El papa Francisco, en la encíclica Laudato si’, nos recuerda que la naturaleza es un libro precioso, cuyas letras son las criaturas del universo, que es una continua revelación de lo divino. Que percibir a cada criatura es vivir en el amor de Dios y en la esperanza, que la contemplación de lo creado nos permite descubrir alguna enseñanza que Dios quiere transmitir (cf. n. 85).
Pero solo veremos a Dios a través de la naturaleza si nuestro corazón es limpio. Un corazón es limpio cuando ama a Dios sobre todas las cosas. Ese corazón ve a Dios en todo, es capaz de admirarse ante la belleza y reconocer a su Autor, de darse cuenta de que no puede ser vil ni deshonrarse porque Dios lo valora tanto que ha hecho esas maravillas por amor a él.
Espíritu contemplativo, sensibilidad estética, capacidad de asombro… Todo eso no significa nada para quienes solo valoran lo útil, y quizá por eso no se valoran a sí mismos. Sería un gran progreso enseñar a todos, ya desde la infancia, a contemplar en silencio, a admirar, a sentir gusto por la belleza, a escuchar el lenguaje de las cosas. Es un camino para llegar a Dios y para ser más conscientes de nuestra propia dignidad.
Contemplando la naturaleza, Señor, puedo descubrirte a Ti, y darme cuenta del valor que tengo a tus ojos. Si has hecho todo esto para mí, el cielo y el mar y las estrellas, la tierra, las montañas y los ríos, ¿para qué me has hecho a mí? Debe ser para algo grande, pues me valoras y me quieres tanto. Y pienso entonces en la misión que me encargas en este mundo en el que me has puesto: me pides que lo cuide y cultive, como mi trabajo manual o intelectual, para ayudarte a perfeccionar la Creación, y, al mismo tiempo, que –con mi trabajo y mi vida entera– te ayude también en la salvación de los hombres. ¡Que te ayude a Ti, que eres Dios!
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Acabo de leer unas palabras del filósofo Leonardo Polo, al que recuerdo caminando despacio por el campus de nuestra Universidad de Navarra y repitiendo por lo bajo, con sentido del humor: «Pobre don Leonardo, pobre don Leonardo»:
«El hombre ha sido creado para colaborar con Dios, para mejorar la realidad y para mejorarse a sí mismo y este debe ser el ideal humano. Lo más asombroso del asunto es que el hombre es la alegría de Dios. Así lo dice la Escritura Santa en el libro de los Proverbios: “Mis delicias son estar con los hijos de los hombres”». (“El optimismo ante la vida”. 27-VIII-1991).
El hombre es la alegría de Dios, como un hijo es la alegría de su padre. Por eso es tan importante para Él que estemos alegres. Si no estamos alegres, nuestro Padre Dios sufre, se preocupa. Quiere ver a sus hijos contentos, gozosos, optimistas, y disfrutar con ellos.
¿Dios disfruta conmigo? ¿Cómo es posible que sea para Él una delicia estar conmigo? ¿No somos acaso basura, porquería y suciedad? Pues ya se ve que Él no piensa así. Estábamos sucios, sí, pero Él ha muerto en la Cruz para limpiarnos (y solo Él podía limpiarnos: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo» (Jn 13,8), le dice a Pedro). Y los niños, ya se sabe, los limpias, los lavas, y al cabo de un rato vuelven a estar sucios, manchados de tierra o de chocolate. Así que nuestro Padre Dios nos limpia una y otra vez, con la paciencia de las madres, y después nos toma en su regazo, nos besa, y exclama: “Este niño es un sol”.
«He pagado muy cara esta felicidad vuestra. Sin embargo, vuestra alegría Me da tanta alegría, ¡pobres hijos, tan míos, que Me parece que sois vosotros quienes Me la ofrecéis!» (Gabrielle Bossis).
Nuestra alegría llena de alegría a Dios. ¿No es esto suficiente para que estemos siempre alegres, pase lo que pase? Recuerdo muchas veces a un sacerdote que terminaba siempre sus charlas con esta frase: «Siempre alegres para hacer felices a los demás». Hay que añadir: “Y a Dios”.
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Cuando no queremos sentirnos culpables del mal que hacemos, tenemos un “sabio” recurso: presentarnos como víctimas. Para el que se cree víctima, la culpa de sus problemas la tienen siempre los demás.
El que se cree víctima se desespera, porque se siente mal tratado sin remedio.
Otras veces, adopta la actitud de “no hay nada que hacer”, “nada vale la pena”, y lo repite una y otra vez para convencerse.
En su corazón crece el odio hacia los otros, a los que considera responsables de sus sufrimientos y de su mala suerte.
Tiene una necesidad patológica de ser siempre elogiado y alabado.
El victimismo puede nacer, en muchos casos, del miedo a reconocer las propias culpas. La víctima no se atreve a decir: “La culpa la tengo yo. Y tengo que afrontar mi fracaso, mi problema, con valentía, de frente, sin quejas ni lamentos. Voy a comenzar de nuevo, si es necesario; voy a rectificar, si es lo adecuado; voy a pedir ayuda o consejo a otras personas en las que pueda confiar, para salir de esta situación”. En lugar de plantar pecho a lo hecho, prefiere enroscarse sobre sí misma como un caracol y cerrar su casa con la baba endurecida de su rencor.
El que confía en Ti, Señor, en tu perdón y misericordia, consigue evitar el peligro de creerse víctima, porque la única Víctima eres Tú. Sin tener culpa de ningún mal, porque eres Dios, te flagelamos, te coronamos de espinas, te dimos de bofetadas, gritamos que te crucificaran, y te clavamos en una Cruz. Y en lugar de castigarnos, nos perdonaste los pecados ofreciéndote como Víctima al Padre por amor a nosotros.
Señor, ayúdanos a confiar más en Ti, a ver en las dificultades y en los fracasos la pequeña cruz que quieres que llevemos, para ayudarte en la redención del mundo. Desde ese punto de vista, sí que podemos ofrecernos como víctimas contigo, que eres la Víctima, en la santa Misa, en la renovación del Sacrificio del Calvario: ofrecemos al Padre, contigo, por Ti, y en Ti, en la unidad del Espíritu Santo, todo lo que somos y tenemos, nuestro trabajo, nuestros fracasos y alegrías… Y después, cuando salimos de la iglesia, tratamos de hacer realidad ese ofrecimiento, viviendo unidos a Ti.
De ese modo, no nos sentiremos víctimas de nada. Estamos siempre bajo tu protección, trabajamos para Ti, tenemos la fuerza de tu gracia, el alimento de la Eucaristía… Si algo sale mal por nuestra culpa, ¿por qué echar la culpa a otro? Con tu gracia, reconocemos con valentía que la culpa es nuestra, y Tú nos perdonas, y nos animas a seguir adelante, porque somos tus hijos.
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Dijo el Papa Francisco en la misa celebrada en la Capilla de la Casa de Santa Marta, el 16-3-2015, que Dios es un Padre lleno de ternura que sueña con sus hijos.
«El Señor sueña. Tiene sus sueños. Sus sueños sobre nosotros. “Ah, qué bello será cuando nos encontraremos todos juntos, cuando nos reencontremos allá o cuando aquella persona, aquella otra… aquella otra caminará conmigo… ¡Y yo gozaré en aquel momento!”. Para poner un ejemplo que nos pueda ayudar, como si una muchacha con su novio o el muchacho con su novia pensara: “Cuando estemos juntos, cuando nos casemos…” Es el “sueño” de Dios».
El Señor, mi Padre, se ilusiona conmigo, sueña conmigo, porque soy su hijo, y los padres se ilusionan y sueñan con sus hijos, y quieren para ellos todo lo mejor, y disfrutan pensando en el futuro, imaginando a sus hijos en los distintos momentos de su vida. Dios también disfruta soñando conmigo, su hijo, pensando cómo serán las cosas cuando yo sea mejor hijo y lo quiera más, imaginando cómo serán las cosas cuando estemos juntos para siempre en el Cielo.
Yo quiero soñar con Dios, pensar que está a mi lado (lo está, está dentro de mí); quiero imaginar que me anima cuando me ve trabajar, o que me aconseja que descanse un poco; quiero imaginar que me sonríe y me toma de la mano cuando caigo otra vez en el camino; quiero imaginar que a veces me dice: “Oye, hijo, que estoy aquí, a tu lado, y hace rato que no me diriges la palabra”.
Quiero soñar cómo será el encuentro con Jesús, el encuentro de dos amigos que se quieren tanto y que están deseando verse. Quiero soñar cómo será cuando estemos juntos. Y entonces no temeré a la muerte, que vista desde aquí es ataúdes, lloros, lutos y cementerios; pero vista con los ojos del enamorado es el encuentro más gozoso que cabe imaginar.
Señor: que tus sueños se hagan realidad.
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Dice el Apóstol san Juan: «El que teme no es perfecto en el amor» (1 Jn 4, 18). San Josemaría lo traducía así: «¡El que tiene miedo, el que anda con cautelas, no sabe querer!».
Nuestra vida de relación con Dios debe ser de amor y, por tanto, gozosa, alegre, amable, simpática. No hay miedo, sino confianza, amistad, trato íntimo. Un Padre que disfruta con su hijo pequeño, y un niño pequeño que disfruta con su Padre. Un Padre y un hijo que juegan, que ríen, que caminan juntos, que se quieren. Un Padre que empuja la bicicleta de su hijo pequeño, que impide que se caiga al suelo. Un Padre que ve a su hijo cansado y lo pone sobre sus hombros para que descanse mientras sigue avanzando. Un Padre que, por la noche, toma a su hijo dormido y lo abraza, y le dice en voz baja: “El que quiera hacerte daño, hijo mío, tendrá que vérselas conmigo”.
Los que tienen miedo a Dios no pueden imaginar que tenga sentido del humor, que le gusten las bromas. Dios ríe y sonríe. Y baila de alegría. El papa Francisco, en la exhortación Evangelii gaudium, dice que le llena de vida releer este texto de Sofonías:
«Tu Dios está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo» (3,17).
Tenemos que aprender a pasarlo bien con Dios, con Jesús, con María, con el ángel custodio. Tenemos que trabajar con la ilusión de agradar a Dios, y disfrutar de su gozo. Tenemos que contarle las cosas divertidas que nos han sucedido, para reírnos juntos.
Cuando estemos un poco tristes, o un poco serios, podemos cerrar los ojos e imaginar que Jesús nos sonríe, y entonces cambiará nuestro rostro, aparecerá también una sonrisa, porque no puede ser que Dios se ría conmigo y yo siga con mi cara de invierno.
Cuando nos dejamos llevar por la pereza o tenemos cualquier otro fallo, hagamos de hijo pródigo. Le pedimos perdón y le decimos: “Gracias por los besos que me das al perdonarme”.
Señor: sabernos queridos por Ti como niños muy pequeños en tus brazos nos lleva a la libertad de espíritu, a evitar rigideces, miedos, ansiedades, escrúpulos; nos ayuda a respirar con paz cuando estamos contigo, a ofrecerte una pequeña mortificación, y a no hacer otra mientras te damos las gracias por disfrutar de algo que nos gusta. Enséñame a quererte con un amor de hijo pequeño.
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“Timor Domini sanctus”. Santo es el temor de Dios. Temor que es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano» (S. Josemaría Escrivá).
«El temor de Dios, don del Espíritu Santo, no quiere decir tener miedo a Dios pues sabemos que Dios es nuestro Padre, que nos ama y nos perdona siempre. Cuando el Espíritu Santo habita en nuestro corazón, nos infunde consuelo y paz, aquella actitud de quien deposita toda su confianza en Dios y se siente protegido, como un niño con su papá» (Papa Francisco, Audiencia, 11.VI.14).
Algunos entienden el temor de Dios como miedo a Dios… Ven a Dios como un ser severo, duro, frío, sin sentimientos, justiciero, rígido, incomprensivo e implacable. Y ven la vida cristiana como la lucha por cumplir una pesada carga de exigencias impuestas por Dios, quizá poco razonables, pero de “obligado cumplimiento”, al fin y al cabo. Entienden la relación con Dios como la lucha por no caer en el pecado, en el que no acaban de ver realmente una ofensa a su Amor, sino el incumplimiento de un precepto que implica un castigo que consta en algún reglamento y que mancha la blancura de tu hoja de servicios, o una batalla en la que, cada vez que caes, Dios se enfada y te retira su ayuda o, al menos, te pone en una lista negra. No es raro que esas personas caigan en el escrúpulo, y se atormenten pensando si estarán en orden con Dios, que va con una regla en cada mano midiendo al milímetro la conducta. O que acaben un poco mal de la cabeza, debido a la presión que ejercen en el alma las múltiples obligaciones que no tienen más remedio que cumplir para obtener la aprobación divina. Es esa una relación de temor, no de amor. Es el modo de comportarse del hermano mayor de la parábola del hijo pródigo, que cumple a rajatabla, pero no ama, y por eso se queja de que su padre nunca le ha dado un cabrito para comerlo con sus amigos; no se alegra de que su hermano vuelva a casa, y no le parece bien que se celebre una fiesta para recibirlo.
«Ved en Mí a Dios; pero ved en Mí también al hombre; acercaos mejor. ¿Qué es lo que os da miedo de Mí? ¿Es que se puede temer a un niño pequeñito en su cuna? ¿Es que se teme a un hombre tendido en el suelo entregando a los clavos sus pies y sus manos?» «¿No busco acaso todos los medios de aumentar vuestros méritos, queridos hijos míos a los que tanto amo? ¡Ah! No temáis nada de Mí, tened miedo de temer y con toda sencillez habitad en mi Corazón” (Gabrielle Bossis).«Tened miedo de temer». Ese temor a Dios que algunos tienen es malo y por eso debemos arrojarlo de nosotros, y con toda sencillez entrar en el Corazón de Jesús y sentirnos muy queridos por Él.
De aquel modo de pensar en Dios como un ser incomprensivo, intolerante, severo, justiciero, algunos han pasado al otro extremo: han construido un dios a su gusto, un ídolo que asiente a todo lo que ellos desean, que ya no es padre ni madre, sino un amigote de francachelas. A esa actitud de falta del verdadero temor de Dios, de desprecio de su Amor, se refiere el salmista:...
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Pedro era un hombre con un corazón enamorado de Jesús. Y decía lo primero que salía de ese corazón: «No me lavarás los pies jamás». Al instante, después de que Jesús le dice que en tal caso no tendrá parte con Él: «Señor, no solo mis pies, sino también las manos y la cabeza» (Jn 13, 8ss).
Un poco más adelante, en la misma Cena: «Yo daré mi vida por ti» (Jn 13, 37). A las pocas horas, Pedro niega tres veces a Jesús. Dice que no tiene nada que ver con Él. Canta el gallo. En ese momento, «el Señor se volvió y miró a Pedro. Y recordó Pedro las palabras que el Señor le había dicho: “Antes que cante el gallo hoy, me habrás negado tres veces”. Y salió afuera y lloró amargamente» (Lc 22, 61-62).
Pedro es débil, quizá porque confía demasiado en sus propias fuerzas, pero ama de verdad a Cristo, y llora por haber traicionado a su Maestro y Amigo. Confía en el amor de Jesús, y regresa, y es acogido de nuevo, y Jesús sigue confiando en Él para que sea la roca sobre la que va a edificar su Iglesia. Una roca fuerte por la gracia del Espíritu Santo y por la humildad que Pedro ha sabido aprender de sus caídas.
Con la confianza de Pedro contrasta la desconfianza de Judas. Vende a su Maestro, a pesar de los detalles de amistad que Jesús tiene con él una y otra vez. Se arrepiente, devuelve el dinero, lo arroja al templo, se desespera y se ahorca. ¿Por qué no confía, como Pedro, en el perdón de Jesús? ¿Por qué no va a María para que interceda por él? Hoy tendríamos otro Apóstol santo.
Cuando pienso en estos dos modos de reaccionar ante el pecado, me viene a la cabeza el problema de los desánimos en la lucha por vivir como hijos de Dios. Hay personas que luchan y caen, tal vez porque se han apoyado demasiado en sus fuerzas, y lloran y se arrepienten, vuelven al Señor y reciben su perdón con alegría. Estas personas se enamoran cada vez más de Jesús, y confían cada vez más en Él.
Pero hay otras que se desaniman ante sus fallos y pecados, pierden la esperanza y tiran la toalla… Será que no confían en la ayuda de Dios, en su perdón, en su gracia. O será que no luchaban por amor a Dios, sino por verse perfectas a sí mismas. No lo sé. En todo caso, es una pena ver cómo abandonan al Señor y se ahorcan con mil ambiciones y placeres que no les dan la felicidad.
Querido amigo mío, san Pedro: te pido, por favor, que nos consigas del Señor un corazón grande, enamorado, lleno de confianza en Dios. Que cuando veas que caemos –y caemos muchas veces al día–, nos recuerdes la lección que tú aprendiste del Maestro: el arrepentimiento y el regreso confiado a su lado. Ayúdanos a luchar por amor a Él y no por amor propio. Ayúdanos, Pedro, a ser humildes, y a compensar con nuestro amor nuestras traiciones, diciéndole muchas veces a Jesús, como tú le dijiste: «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero» (Jn 21, 17).
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Jesús nos dice que no ha venido a condenar, a juzgar, sino a perdonar y salvar:
«Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él» (Jn 3, 17).
Y por eso tenía tan grandes deseos de llegar a la Cruz, porque sabía que era la hora del perdón:
«Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo!» (Lc 12,50).
Es en la Cruz donde vemos de un modo palpable sus ansias de perdonar. Uno de los ladrones le injuria: «¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
El otro reprende a su compañero: «¿Ni siquiera tú, que estás en el mismo suplicio, temes a Dios?». En estas palabras hay un acto de fe maravilloso: Dimas está confesando que Cristo es Dios. Dimas tiene fe.
Después reconoce que merece ser castigado por sus pecados: «Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho; pero este no ha hecho ningún mal».
Y pide: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino». Dimas, humilde, confía en el simple recuerdo de Jesús.
Y Jesús, que está deseando perdonar y dar a todos el premio de la vida eterna, le responde inmediatamente: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (cf. Lc 23, 39ss). No mañana, ni dentro de un mes, sino ¡hoy!
Si miramos nuestra vida veremos muchas miserias. Pero con un acto de fe y de amor confiado, un acto de arrepentimiento, como el del buen ladrón, todos nuestros pecados desaparecen por la infinita misericordia de Dios.
Todas esas miserias que a nosotros nos pesan y de las que estamos arrepentidos, hacen que Jesús se interese más todavía por consolar nuestro corazón miserable, y venga a perdonarnos. ¿Me veo pecador? No es un motivo para dudar, sino al revés: es una razón para confiar más en Jesús.
«Si tu miseria te abruma, piensa que a Mí Me atrae. Si tu frialdad te da miedo, puedes coger mi amor. Soy tu gran Creador, pero tú eres mi niña. Conozco tus emociones como conozco cada ola del mar. Cuando todavía no has hablado, Yo ya te he oído, puesto que vivo en ti» (Gabrielle Bossis).
No podemos desconfiar de un Dios que se siente más atraído por sus hijos cuando estos se manchan, para limpiarlos y perdonarlos y hacer que regresen al camino del amor.
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Cuando Job se enteró de la muerte de sus hijos, exclamó: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré. El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor!» (Job 1, 21). Job es un ejemplo de persona que acepta la voluntad de Dios. Pero no es un ejemplo utópico o imposible de imitar.
Frank Palombo, de 46 años, fue uno de los heroicos bomberos de Nueva York que falleció en el atentado a las Torres Gemelas. Su viuda, Jean, que se casó con Frank en 1982, se quedó sola con diez hijos. Esta es su respuesta a un periodista que le preguntó por su experiencia:
«El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. Bendito sea el Señor. Creo que Dios trabaja por el bien de quienes le aman. Este acontecimiento ha sido un gran mal. De todos modos, el amor de Dios ha sobrepasado este mal. Al pensar en los terroristas, solo puedo decir: “Padre, perdónales, porque no saben lo que han hecho”.
Echo de menos de manera terrible a Frank y lloro mucho, pero sé que seguirá ayudándonos desde el Cielo. Estoy pidiendo una intimidad más profunda con Cristo, pues estoy segura de que traerá frutos tan bellos como los que han surgido de mi intimidad con Frank.
Frank ha transmitido la fe a los niños y con frecuencia me consuelan con una palabra. Los niños son felices por el papá que tienen, pero echan de menos el no poder jugar con él, el no poder rezar con él, el no poder aprender con él, o no poder estar con él. Yo tengo miedo, pero me agarro al Señor. Ahora continuaremos, en la Iglesia, haciendo la voluntad de Dios».
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La causa más importante de la intranquilidad es ofender gravemente a nuestro Padre Dios y no querer pedirle perdón.
El hijo pródigo, cuidando cerdos, quería alimentarse de las algarrobas… y no le eran dadas. El hambre de ese hombre significa el vacío interior de la persona que se ha alejado de Dios. Pero, cuando vuelve arrepentido, se encuentra con que su padre casi no le deja hablar, no le deja decir todas las explicaciones y disculpas que había ensayado; lo abraza y lo llena de besos, le pone el traje nuevo y el anillo de los hijos, y hace fiesta por todo lo alto.
Si nos arrepentimos, nos encontramos con el perdón y la paz, en nuestra casa, abrazados y besados por Dios, limpios, renovados, contentos.
El problema se produce cuando no confiamos en el perdón de Dios, o nos negamos a reconocer nuestros pecados o no queremos volver a casa porque preferimos cuidar cerdos: no confiamos en que nuestro Padre nos hará felices; pensamos que vivir en la casa del Padre, hacer su voluntad, será motivo de sufrimiento y amargura.
Entonces se produce un conflicto interior entre el amor y el egoísmo o la soberbia. Mientras el conflicto no se resuelve, la persona no tiene paz. Con el tiempo, puede llegar a tener una paz ficticia, conseguida a fuerza de no pensar, de no enfrentarse consigo misma. De ese modo, se enajena, huye de su propia realidad interior y se convierte en un ser ficticio.
Mientras no soluciona el conflicto interior, esa persona se enfada con facilidad ante los estímulos más nimios; se enoja por las dificultades que encuentra para seguir manteniendo su aparente bienestar mental; se exaspera ante las personas que le aconsejan rectificar. No es raro que alguien así ataque de palabra o de obra a los demás, llevando al campo de los otros la lucha que debería mantener en su propio campo.
Pero incluso esa falta de verdadera paz es una llamada de nuestro Padre Dios para que volvamos a su casa, como el dolor es una llamada de atención para que vayamos al médico.
Cuando al fin nos arrepentimos, regresamos y pedimos perdón en el sacramento de la Penitencia, y escuchamos las palabras de Cristo: “Yo te perdono…”, renacen en nuestro corazón la paz y la alegría, que nunca más querremos perder.
Señor, dame la gracia de no cerrar nunca mis ojos a mis pecados, de reconocerlos y pedirte perdón. No permitas que me deje embaucar por el diablo, el padre de la mentira, que me sugiere que en tu casa no encontraré la felicidad, sino la amargura. No es verdad. Solo Tú puedes llenar mi corazón con tu Amor. Gracias, Señor, porque cada vez que voy a pedirte perdón al sacramento de la Misericordia, escucho tus palabras: “Yo te perdono…”. Y siento que me abrazas y me llenas de besos.
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«El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes prados me hace reposar;
hacia aguas tranquilas me guía;
reconforta mi alma,
me conduce por sendas rectas
por el honor de su nombre.
Aunque camine por valles oscuros,
no temo ningún mal, porque Tú estás conmigo;
tu vara y tu cayado me sosiegan» (Sal 23).
Rezar con frecuencia este salmo nos dará una gran paz, porque es un acto de abandono y confianza en nuestro Padre.
El Señor es el que me protege, y bien se cuida de que nada importante me falte.
Me conduce a las verdes praderas en las que puedo alimentarme con su Eucaristía y con su Palabra, que me dan vigor para seguir caminando por el camino de la vida.
Me conduce a la fuente tranquila de la oración, donde puedo hablar con Él, serenar mi espíritu, reparar fuerzas, ser perdonado y perdonar, meditar sobre los sucesos ordinarios para ver en ellos su voluntad amorosa.
Me enseña el sendero justo, el sendero del amor, por el que me encamina a la felicidad en esta vida y en la eterna.
Su vara y su cayado me tranquilizan, porque no son para atemorizarme; son el símbolo de su poder, que pone a mi servicio.
No tengo motivos de temor: Dios va conmigo. Si me inquieto, si pierdo la paciencia, me sosiega, me tranquiliza, me atrae a sí con su cariño y su sonrisa, y me pide que confíe en Él.
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La paciencia es consecuencia de la confianza en Dios.
Tener paciencia es llevar de una manera digna, con buen ánimo, los males presentes, sin caer en la tristeza, un sentimiento que nos priva de la claridad mental para ver las cosas como son.
Tener paciencia es aceptar un aspecto muy importante de los planes de Dios: la temporalidad. Vivimos en el tiempo, y eso quiere decir, entre otras cosas, que lo que esperamos tarda llegar, que las personas tarden en cambiar, que los sufrimientos duran, como también duran las situaciones agradables.
Somos impacientes cuando perdemos el sosiego y la alegría ante las contrariedades, nos quejamos de nuestra suerte y nos dejamos dominar por el abatimiento o por la ira; cuando no aceptamos que una situación incómoda debe perdurar, y queremos anularla ya, de un plumazo.
Pensemos en nuestro hogar, en nuestra familia. Podemos encontrar mil motivos para perder la paciencia y enfadarnos. Los padres coléricos, irascibles, que se enfadan entre sí y con los hijos por cualquier tontería, hacen que enfermen su matrimonio y sus hijos.
A veces nos parece que es imposible ser pacientes. Partimos, como si fuera verdad inconmovible, de que nuestro temperamento, nuestro genio o nuestro carácter no nos permiten permanecer tranquilos, y tenemos que chillar, gritar, enfadarnos, o encerrarnos en nuestra amargura para que los demás se enteren de que nos han molestado u ofendido. Pero no es verdad. La paciencia es posible. Mejorar nuestro carácter es posible. Somos muy negativos con nosotros mismos cuando nos conviene…
Podemos ser pacientes ante la persecución (burlas, desprecios, críticas por obrar como cristianos) y los sufrimientos, si pedimos a Dios esa gracia. Llegaremos incluso a considerar nuestros sufrimientos como una gran alegría:
«Hermanos míos: considerad una gran alegría el estar cercados por toda clase de pruebas, sabiendo que vuestra fe probada produce la paciencia. Pero la paciencia tiene que ejercitarse hasta el final, para que seáis perfectos e íntegros, sin defecto alguno» (St 1, 2-4).
Con la gracia de Dios, podemos, como Cristo, nuestro modelo, vivir la paciencia perdonando a los que nos ofenden, renunciando al deseo de venganza, apaciguando los sentimientos de cólera o irritación, y manteniendo la serenidad y la paz ante las ofensas.
Nuestra paciencia debe fundamentarse en la certeza de que nuestro Padre es Sabiduría y Amor; por tanto, todo lo dispone, incluso los sufrimientos y contrariedades, para nuestro bien. Se trata de confiar plenamente en Él: el plan que ha previsto para nosotros es el que más nos conviene.
Esta confianza hace que, ante las contrariedades, no adoptemos una actitud de mera resignación, sino que veamos en ellas una oportunidad para enamorarnos más de Dios y cooperar con Él en la salvación de todos.
Unos conocidos versos de santa Teresa, que cita el Catecismo, nos señalan la clave de la paciencia:
«Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda;
la paciencia
todo lo alcanza;
quien a Dios tiene
nada le falta:
solo Dios basta».
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Hay cristianos muy responsables, muy serios, muy cumplidores, muy sensatos. Piensan que todo depende de su esfuerzo, de su trabajo, de su sacrificio. Cuando evangelizan a otros, creen que los resultados y los frutos dependen de la cantidad de gestiones “evangelizadoras” que realizan.
Estas personas se agobian y se queman a fuerza de ser muy responsables, de creerse protagonistas de la salvación del mundo. A ellas y a mí nos conviene meditar el salmo 126, en el que parece que el salmista se ríe un poco de los hiper-responsables que madrugan y velan incansablemente hasta muy tarde, mientras el Señor da el pan a sus amigos mientras duermen:
«Si el Señor no edifica la casa,
en vano se afanan los constructores.
Si el Señor no guarda la ciudad,
en vano vigilan los centinelas.
En vano madrugáis,
y os vais tarde a descansar
los que coméis el pan de fatigas;
porque Él se lo da a sus amigos mientras duermen» (Sal 127).
No sirve de nada que os esforcéis tanto, que trabajéis hasta altas horas de la madrugada, que habléis con cientos de personas. El pan que coméis con tantos sudores es raquítico, seco, reseso, como dirían en mi tierra. Dios da a sus amigos un pan fresco y esponjoso mientras duermen. Sí, cuando despiertan, se encuentran en su mesa el pan de balde, gratis, regalado.
Eres Tú, Señor, el que lleva sobre sus hombros el peso del mundo, quien salva y redime al hombre, quien construye la casa y guarda la ciudad.
Nosotros solo somos tus colaboradores, porque nos has concedido ese privilegio. Es maravilloso que nos pidas a nosotros, tus criaturas, que te echemos una mano en un plan tan grande. Ayúdanos a no confundir nuestro papel con el tuyo, que es precisamente lo que hacemos cuando trabajamos, rezamos y nos mortificamos como si todo dependiera de nosotros; cuando evangelizamos como si los frutos nacieran de nuestra capacidad de convencer. Ese modo de pensar termina en el fracaso, en la esterilidad y en el vacío.
Danos confianza en Ti, en tu poder y sabiduría. Ayúdanos a trabajar y a extender tu palabra con el convencimiento de que eres Tú el que da el crecimiento con tu gracia, y así podremos dormir tranquilos, esperando ver, al despertar, los hermosos frutos que Tú has hecho nacer en las almas.
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