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En medio de la apocalíptica situación en el frente en agosto de 1941, con el Ejército Rojo en constante repliegue, los pilotos soviéticos osaron emprender lo que a primera vista parecía una locura sin sentido práctico: bombardear Berlín, la capital del Tercer Reich.
Lo hicieron pese a que sus aviones carecían de medios de navegación por radio adecuados y a que sus motores estaban desgastados. Lo hicieron no solo para cumplir una orden, sino para demostrar que la guarida del nazismo acabaría siendo derrotada.
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Cada 9 de mayo, cuando Rusia celebra el Día de la Victoria con un desfile militar en la Plaza Roja, el tanque T-34 encabeza la columna de blindados que pasan sobre los adoquines del Kremlin.
En este episodio de 'Huellas Rusas', hablamos de Mijaíl Kóshkin, el artífice del icónico blindado, quien prefirió bañarse en aceite de motor a una dulce carrera burocrática. Una apuesta que, al final, le costó la vida.
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Levantar el polvo del camino con una bicicleta, en medio de carreras con amigos, podría parecer una travesura infantil. Sin embargo, pocos podían imaginar que este 'truco' de la inteligencia soviética salvaría la vida de Iósif Stalin, Franklin Roosevelt y Winston Churchill en Teherán en noviembre de 1943.
El artífice del operativo que frustró los planes hitlerianos de magnicidio fue el joven Guevork Vartanián, quien, junto con sus chicos de la 'caballería ligera', echaba por tierra los planes de los confidentes del Tercer Reich.
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Cuando hablan de Stalin, muchos tienden a hojear rápidamente aquella parte de su trayectoria, donde, básicamente, era solo uno de los ases bajo la manga de Lenin, dando preferencia a los años en los que Iósif Vissarionovich ya era quien movía los hilos.
Hoy toca rememorar la historia detrás del último destierro que vivió el futuro vozhd en medio de la nada siberiana, un período en el que cada día podía ser el último: el reino del frío que no perdona a nadie.
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La protagonista de esta edición sabía que el romance con el futuro sucesor al trono ruso sería breve y se cortaría abruptamente cuando llegara el momento de que él contrajera matrimonio. Sin embargo, la bailarina imperial Matilda Krzesinska prefirió esta breve felicidad en forma de citas con Nicolás II, que décadas después recordaría vívidamente.
En total, el amorío duró unos cuatro años. De encuentros accidentales en la calle pasaron a citas acordadas en toda una mansión, mientras en la sociedad se multiplicaban los chismes en torno al romance.
A diferencia de Matilda, el último zar ruso sabía contenerse y guardó cierto hermetismo sobre sus relaciones con la bailarina. Por muy felices que fueran, cuando llegó la hora de casarse no dudó en cumplir con su deber, al contraer nupcias con la princesa Alix de Hesse-Darmstadt, la mujer que sería el amor de su vida.
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La Primera Guerra Mundial marcó un antes y un después para los estrategas, tanto de sofá como reales, en términos de la posibilidad de romper las líneas enemigas en lo profundo de sus emplazamientos. Los ejércitos se masacraban a menudo entre sí, perdiendo a miles de soldados enlodados en el barro por obra de ametralladoras pesadas u otras armas que en aquel entonces parecían varitas mágicas para algunos.
En esta edición de 'Huellas Rusas' relatamos la historia del general ruso Alekséi Brusílov que, pese al titubeo de la jefatura superior, osó acabar con el estancado dogmatismo militar, lanzando una singular operación a gran escala en 1916. En vez de acumular a sus fuerzas 'en un puño' para atacar en una sola dirección, Brusílov arrasó las trincheras enemigas en varias partes de su frente, lo que paralizó al adversario incapaz ya de usar sus reservas de forma organizada.
Si bien aquella batalla no tuvo efectos estratégicos a largo plazo, se pudo demostrar otra vez que es la inventiva la que mueve las fichas, mientras que el apego ciego a las órdenes solo sirve para los que buscan ganarse favores en los altos gabinetes.
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Llevábamos un tiempo pensando si valía la pena o no lanzar un episodio sobre Pushkin, porque relatar toda la biografía sobre el poeta no tiene sentido. Por ello, hoy desvelamos una de sus hipóstasis menos conocidas, la de periodista. A lo largo de su carrera, Aleksander Serguéievich practicó el arte de la esgrima periodística, intentando convertir en hazmerreíres a los caciques de la prensa oficialista.
Sin embargo, su revista, lanzada ya en un entorno de constantes intrigas que 'envenenaban' al 'David Beckham' de la literatura rusa, no tuvo éxito, con un número de suscriptores muy limitado. Empero, no todo se mide en términos exclusivamente económicos y el medio de Pushkin es una clara prueba de ello, ya que consiguió forjar toda una pléyade de autores de primera línea.
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Fue el primer ruso que ganó un premio Nobel, aunque también fue objeto de incesantes ataques por parte de los defensores de los animales.
Sus antepasados estuvieron muy cerca de la Iglesia ortodoxa y todo apuntaba a que el héroe de este episodio de 'Huellas Rusas' seguiría el mismo camino espiritual. Sin embargo, Iván Petróvich Pávlov optó con acierto por la vía científica, si bien su forma de decir a la cara todo lo que pensaba habría de salirle a veces muy cara. Pese a todo, el científico no cedió, ni siquiera cuando miembros de su círculo de intelectuales optaron por abandonar el país por miedo a ser encerrados en el calabozo o algo peor. Pávlov osó desafiar al Gobierno de Lenin con sus críticas y recibió, cuando la nación aún se hallaba en cenizas, todo un laboratorio para poner a prueba sus hipótesis.
Los reproches por el supuesto trato deficiente que dispensaba a los perros habrían de acompañar toda su vida a Iván Petróvich, que prefería responder a estas acusaciones con hechos, en vez de con palabras, intentando minimizar el dolor a los animales objeto de sus experimentos mediante la creación de condiciones que les garantizasen una vida digna.
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En un nuevo episodio de 'Huellas Rusas' sobre los grandes, volvemos a hablar de los pequeños. Y es que la defensa de un soldado destrozado por el alcohol es uno de los puntos que marcó un antes y un después en la vida de Lev Tolstói.
Si bien no era abogado profesional, el titán de la literatura rusa asumió la defensa del soldado, pero al final no pudo resistir frente al embate de la maquinaria burocrática del Estado. Años más tarde, ya en el ocaso de su ciclo terrenal, Tolstói menospreciaba su propia labor como letrado, aunque también se mantuvo firme en su repudio total a la violencia estatal.
Sin embargo, ya era otro Tolstói, uno que ni siquiera sabía convivir con su familia, la corte y la Iglesia.
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En julio de 1917, Vladímir Lenin se encontraba ante una encrucijada: seguir por las calles de la tumultuosa Petrogrado con el riesgo constante de ser arrestado y, quizá, fusilado tras un juicio exprés o volar bajo, refugiándose en un lugar seguro. No fue una elección fácil, pero finalmente el cálculo político prevaleció.
Lo que apenas podía adivinar era que su albergue sería, primero, un granero y luego una choza perdida entre poblados cerca de Petrogrado. Bajo el camuflaje de segador finlandés, el ‘vozhd’ seguía despachando artículo tras artículo desde su cuartel general improvisado, tramando así el plan de la revolución.
Fue allí, donde tuvo una luna de miel con el campesinado que, sin embargo, duró poco. Fue allí, donde pudo gozar de algo que le faltaría por el resto de su vida: una relativa tranquilidad. Pero, al igual que cada ser humano, necesitaba esa válvula de escape.
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En los años noventa del siglo XX, la otrora potente aviación rusa tenía que conformarse con aceptar encargos dudosos para poder sobrevivir ante la miseria económica que devastaba el país. Por tanto, el viaje, que realizaba en agosto de 1995 el Il-76 de una aerolínea rusa poco conocida para transportar municiones a Afganistán, no debería percibirse como algo excepcional. Era ya algo rutinario.
Lo singular fue la intercepción de la aeronave por los talibanes, el aterrizaje forzoso y el cautiverio de los siete tripulantes que se prolongó por más de un año. Viviendo en condiciones en las que uno aceptaría rendirse, los rehenes no solo dejaron crecer sus barbas, sino que pudieron tramar todo un plan de escapada.
Decir que era arriesgado es no decir nada. Igual que cada recorrido por la pista de despegue, la fuga de los siete rusos llegó a un punto en el que ya no había marcha atrás. No titubearon y volvieron a su patria como héroes.
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Todo el mundo recuerda la historia del exitoso acuatizaje de un Airbus 320 en el río neoyorquino Hudson, ocurrido en enero de 2009. Aquella providencial maniobra, con el capitán Sully convertido en estrella de Hollywood, es un buen ejemplo de cómo un incidente que pudo haber acabado en tragedia termina comercializándose.
Esta vez en Huellas Rusas rescatamos del olvido la versión soviética del milagro del río Hudson. Ocurrió el 21 de agosto de 1963 y apenas se recuerda, ni siquiera en Rusia, donde casi no se difundió la noticia, pero eso no resta valor a la pericia de los pilotos.
Aquel día un Tu-124 lleno de pasajeros perdió ambos motores cuando sobrevolaba a unos cientos metros el corazón de Leningrado, hoy San Petersburgo. Los pilotos apenas tuvieron unos segundos para reaccionar y tomar una decisión, si bien la única opción real pasaba por amerizar el avión sobre el río Nevá. Testigos de la maniobra no llegaron a saber con certeza si lo que acababan de presenciar había sido una emergencia, un ejercicio o el rodaje de una película.
Horas después, la aeronave se hundió en el fondo del río y las autoridades buscaron minimizar los daños del incidente, esforzándose en evitar que lo ocurrido tuviera una gran repercusión mediática.
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La muerte. De eso hablamos en el episodio anterior, del ataque de los muertos. Hoy, toca la vida.
El héroe de esta edición es Nikolái Zelinski, el químico ruso que, junto con un puñado de correligionarios, creó la primera máscara antigás, tan eficaz que rociar nubes venenosas dejó casi de tener sentido.
Antes de que se iniciara la producción en serie de su aparato, Zelinski tuvo que pasar a través de un infierno burocrático lleno de lamebotas. Empero, estaba hecho de otra cepa, la de los que prefieren granjearse el reconocimiento con hechos y no por la vía del enchufe. Al final, la perseverancia del científico prevaleció.
Así las cosas, Zelinski pudo haberse forrado, pero optó por la humanidad. No patentó su invención. Y lo hizo a conciencia.
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Este agosto marca otro aniversario de una guerra que, en cierta medida, sigue en el olvido en Rusia. Y es entendible. El país, que empezó a batallar en la Primera Guerra Mundial como imperio, terminó a punto de ser desguazado por una guerra civil, cuyas heridas ni siquiera se han cicatrizado por completo y siguen resonando.
La historia que queremos relatar hoy en 'Huellas Rusas' es un relato de coraje colectivo que pudo convivir con la locura. Se trata del llamado ataque de los 'muertos', ocurrido en agosto de 1915, cuando las tropas zaristas no solo repelieron la arremetida alemana, sino que, a pesar de las enormes pérdidas sufridas por el ataque con gases venenosos, contraatacaron, haciendo huir a las hordas enemigas.
Algunos creen que todo fue un mito. Los soldados, que escupieron sus pulmones y se quedaron a yacer para siempre en la tierra envenenada de la fortaleza de Osovets, no lo creen. Pero tampoco podrán desmentir a sus detractores, por lo que nos toca a nosotros entablar esa batalla histórica.
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Después de una larga pausa volvemos con un nuevo episodio de 'Huellas Rusas', en el que nuevamente despegamos al cielo.
Esta vez hablamos de Konstantín Artseúlov, uno de los primeros pilotos rusos que osó surcar el cielo, pese a que en el alba de la aviación era como saltar al vacío.
La carrera de Artseúlov terminó con un aterrizaje de panza que le dejó una herida muy profunda. Pasaron más de 20 años antes de que se rehabilitara. Si bien nunca pudo volver a la cabina de avión, no se dejó doblegar.
Supo canalizar la herencia de su famoso abuelo Iván Aivazovskiy pasando a eternizar la conquista del cielo con dibujos.
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La historia que desvelamos hoy se diferencia del resto de los episodios que hemos sacado hasta ahora. Primero, porque son dos historias, más bien dos relatos con los que intentamos escabullirnos a través de la cortina de humo sin precedentes que se ha montado en los últimos años acerca de la Segunda Guerra Mundial y, concretamente, de la Gran Guerra Patria.
Para el público más fiel, el nombre del barco Aleksándr Sibiryakov ya es conocido por sus hazañas polares y la resistencia al hielo. Sin embargo, el barco acabó devorado por las aguas árticas, aunque lo hizo a su manera: luchó en una batalla desigual contra un crucero alemán sin arriar la bandera.
El otro protagonista no es ni general ni ingeniero ni explorador ni tampoco el hijo de un emperador. Es un fogonero. Se llama Pável Vavílov y fue el único que logró salvarse del Sibiryakov sin caer en cautiverio hitleriano. Empero, el coste fue el siguiente: pasó más de un mes en una isla deshabitada casi sin medios de subsistencia y en compañía de osos polares. Sobrevivió, pero no hizo gala de sus proezas y después de la guerra continuó con su servicio en el Ártico.
Lanzamos esta edición de 'Huellas Rusas' sin vincularla al 9 de mayo, Día de la Victoria. Lo hacemos adrede. Porque la memoria no tiene por qué estar sujeta a una fecha especial.
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La historia que presentamos hoy tiene mucha telaraña y poca claridad. Y es entendible, porque en este nuevo episodio de Huellas Rusas hablamos de la compleja relación entre el último zar y primer emperador ruso, Pedro el Grande, con su hijo Alekséi.
Pedro I dedicó su vida a sacar al país de un periodo de hibernación moscovita mediante audaces reformas. Pero, aparte del enorme costo humano, esta fiebre por cambios tectónicos tuvo también efectos personales. Siendo un hombre impulsivo, el primer emperador ruso trató de esculpir en Alekséi una copia de sí mismo que incluso sería mejor.
Empero, se decepcionaba una y otra vez hasta tal punto que en el fervor del momento llegó a creer que su hijo urdía planes conspiradores con la ayuda de extranjeros. Y no sin razón: Alekséi huyó del país. El castigo no tardó en llegar.
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En este nuevo episodio del podcast Huellas Rusas desvelamos la historia de un hombre que no hizo nada extraordinario. Al menos, eso decía el propio protagonista.
Empero, lo que hizo en realidad fue singular. El ingeniero militar soviético Stanislav Petrov evitó una guerra nuclear durante un turno en el centro del sistema de alerta temprana que ni siquiera era el suyo.
No recibió premios, ni le dieron gracias, ni se volvió una estrella en su propio país. En un primer momento, sus jefes lo convirtieron en un chivo expiatorio para encubrir sus propios errores.
El mundo se percató del llamado incidente del equinoccio de otoño años y años después. La fama sí le llegó a Petrov, pero hasta el final de su ciclo terrenal, persistía en su versión: él solamente hizo su trabajo.
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Hoy volvemos con una nueva historia. Nacido en una familia rica, pero de provincias, el porvenir de Vladímir Zvorikin parecía estar predestinado.
Sin embargo, burló a su suerte, saliéndose de los cauces del negocio familiar, y llegó a tierras estadounidenses sin apenas hablar una palabra de inglés. Ni siquiera logró convencer enseguida a sus patrones de que su invento llenaría sus bolsillos.
Pero gracias a su perseverancia, y también a un poco de suerte, su voluntad acabó prevaleciendo.
Conozcan la trayectoria de este ingeniero y, de paso, sabrán qué tiene que ver la historia de teletransmisión con el naufragio del Titanic.
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Hoy relatamos las peripecias del explorador soviético del Ártico Otto Yúlievich Schmidt. Un personaje que pudo pasarse la vida entre el polvo de los gabinetes científicos, pero quedó preso del vacío polar y se hizo cosmonauta en la percepción popular de su tiempo.
La historia de Schmidt es un ejemplo de que con perseverancia y pizcas de locura aventurera se alcanza la cima de las montañas. Sí, algunas de las travesías de Schmidt y sus colegas podrían considerarse fiascos desde el punto de vista económico.
Sin embargo, los hechos hablan por sí mismos. El Gobierno soviético no sancionó ni castigó a Schmidt, sino que eternizó sus hazañas, que ayudaron a consolidar el papel nacional en la región, cuyo potencial seduce a tantos hoy en día.
Descubran este nuevo episodio del pódcast 'Huellas Rusas' en el que la geopolítica es lo secundario, porque lo importante son las historias humanas que hay detrás.
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